Nuestros héroes son otros

Víctor Ariel González

03 de septiembre 2014 - 11:00

La Habana/Nunca me interesó saber quién era Nguyen Van Troi. No se trata de aversión hacia el vietnamita, cuyo nombre tomó la que fue mi escuela primaria. Solo que daba igual lo de "luchador contra el imperialismo" y ese tipo de ceremonias, tan comunes como artificiales.

Todos los días debía cantar en su nombre la misma lastimosa melodía que terminaba con un alarido: "Y gritó ¡viva Ho Chi Minh!". Como mecanismo de defensa, yo desconectaba mis sentidos y caía en una especie de trance. Cuando regresaba de la nube ya me encontraba en el aula, el matutino había acabado y la foto de Nguyen se había quedado sin público, olvidada en un rincón del enorme patio central.

Ninguno de mis compañeros del aula comentaba nada sobre el acto durante el resto del día. Nadie decía: "¿Vieron qué bien nos quedó el himno hoy?". El homenaje obligatorio a Nguyen, como cualquier teque de su tipo, era contrario a las inquietudes de un niño.

Nuestros héroes eran otros. Los míos estaban en casa para hacerme justicia al final del día después del cansino bombardeo ideológico. Así, cualquier personaje de los juegos que mi hermano consiguiera para nuestro viejo Nintendo tenía más valor que un joven al otro lado del mundo. Y si alguna vez en un acto político se quemaba un muñeco vestido como Tío Sam –el odio enfermizo en Cuba trata de inculcarse desde edades tempranas–, por la tarde me veía corriendo a mi casa para echar un partidito de MLB con los New York Yankees o jugar Super Mario por enésima vez.

Además, para que un adoctrinamiento sea efectivo debe ser aplicado a conciencia y hasta nuestros maestros le sacaban el pie al asunto. Tampoco ellos estaban para esa trova, habiendo tantos problemas por resolver en casa. Corría la mitad de los 90 y la única que se preocupaba por "conservar el espíritu" era la directora, que en más de una ocasión detuvo la oda a Nguyen, nos echó un responso a los mil niños formados bajo su oficina y mandó a cantar el himno "correctamente". Eso quería decir cantarlo a voz en cuello y yo, con fastidio, entonces sí berreaba por tal de que terminara la tragedia. Solo por eso alguna vez lo canté, como una pequeña máquina con pañoleta e instrucciones precisas, cuando lo normal era que moviera la boca sin emitir sonido alguno.

Nguyen Van Troi, para todos los efectos un vietnamita más, no encontró homenaje sentido en una escuela cubana. Lo gracioso es que de alguna manera yo no he conseguido olvidar aquel espantoso himno que le hacíamos.

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