Populismos, democracia y mayorías

La ley del referéndum se aprobó el pasado 6 de septiembre en un parlamento medio vacío tras la salida de la mayoría de la oposición, que se negó a votar. (@Govern)
La ley del referéndum catalán se aprobó el pasado 6 de septiembre en un parlamento medio vacío tras la salida de la mayoría de la oposición, que se negó a votar. (@Govern)
Carlos Malamud

31 de octubre 2017 - 11:41

Madrid/Una crítica constante al populismo es su nulo respeto por las minorías, incluso cuando hablan en nombre del pueblo al que dicen representar. De ahí que en su modelo de democracia participativa les baste con un número suficiente de manos alzadas en una Asamblea, votos en las urnas o escaños en el Parlamento.

Numerosas elecciones latinoamericanas del último lustro se han resuelto de forma ajustada, especialmente en sistemas a doble turno. Esto ocurrió en las elecciones presidenciales, ya que en las legislativas, a una vuelta, la división del voto fragmenta las cámaras. Por eso, los presidentes suelen creer que su legitimidad es superior a la de diputados y senadores.

Muchos parlamentos, para evitar que el rodillo de los números se imponga de forma ajustada en temas de gran interés, exigen mayorías cualificadas en cuestiones sensibles. Esto ocurre tanto con las reformas constitucionales como con las leyes orgánicas. La secesión, un tema delicado por la irreversibilidad de sus consecuencias, exige precauciones adicionales.

En 2000, tratando de regular los referéndums secesionistas, el Parlamento canadiense aprobó la Ley de Claridad. En general se suelen demandar mayorías reforzadas y un alto nivel de participación para validar su resultado en un territorio concreto. En Croacia y Eslovenia se fijó una participación mínima de dos tercios y un umbral de síes del 60%. En Montenegro, el mínimo de votantes requerido fue del 55%.

A diferencia de la exigua mayoría con la que se aprobó la independencia, la modificación del Estatut y de la Ley electoral catalana requiere el voto de dos tercios de los diputados

Al margen de que algunas de estas garantías se hubieran incumplido en Cataluña, sorprende la reiterada apelación a la democracia de los líderes nacionalistas para justificar su causa. Aún después de ser cesado en aplicación del artículo 155 de la Constitución española, el expresidente del Gobierno catalán seguía invocando en su favor el respaldo democrático y mayoritario del "pueblo catalán".

Más allá de la ensoñación independentista, la realidad fue muy diferente: 70 diputados de 135 (el 51,85%, pero solo el 48% del voto popular) aprobaron la declaración unilateral de independencia, en un Parlament semivacío. Un porcentaje similar bastó en las ominosas jornadas del 6 y el 8 de septiembre para votar las leyes de Referéndum y de Desconexión, que buscaban un cambio drástico del marco legal, estableciendo "un régimen jurídico excepcional" y estipulando que su mandato prevalecería "sobre todas aquellas normas que puedan entrar en conflicto"(artículo 3.2), como la Constitución o el Estatuto.

A diferencia de la exigua mayoría con la que se aprobó la independencia, la modificación del Estatuto y de la Ley electoral catalana requiere el voto de dos tercios de los diputados. Si le sumamos el uso constante de palabras como democracia y democrático por los dirigentes nacional-populistas que llevaron al desprestigio de las instituciones, se puede entender el fatal resultado del procés, con una desvalorización constante de la democracia.

Quienes se negaron sistemáticamente a garantizar el derechos de las minorías, hoy optan por reclamar sus privilegios al ver peligrar su estatus, llegando incluso a invocar la protección de tribunales y de leyes, como la Constitución española, cuya legitimidad y existencia previamente habían rechazado.

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Nota de la Redacción: este análisis ha sido publicadopreviamente en El Heraldo de México. Lo reproducimos con la autorización del autor.

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