Una Historia de nuestra tradición científica

Portada del libro de Pedro M. Pruna Goodgall
Fragmento de la portada del libro de Pedro M. Pruna Goodgall
José Gabriel Barrenechea

23 de noviembre 2015 - 12:29

Santa Clara/Hace unos pocos meses, un grupo de relevantes científicos cubanos, reunidos por la Mesa Redonda para celebrar el 89 cumpleaños de Fidel Castro, sostuvieron que solo bajo su "victorioso" mecenazgo hubo por primera vez ciencia en Cuba, al menos más allá de "los aislados esfuerzos personales de algunos individuos sobresalientes".

Sin embargo una opinión muy distinta la encontramos en la Introducción a la Historia de la Ciencia y la Tecnología en Cuba, de Pedro M. Pruna Goodgall, libro que la Editorial Científico-Técnica publicó en enero de 2015. Para el autor, también vicepresidente de la Sociedad Cubana de Historia de la Ciencia y la Tecnología, se puede "demostrar la existencia en Cuba de determinadas tradiciones científicas", las cuales "son ya al menos bicentenarias en campos tales como la historia natural, la medicina, la meteorología, la agronomía, la geografía y el de la propia historiografía nacional, entre otras".

Pruna Goodgall, a pesar de trabajar para una institución gubernamental, resulta ser un historiador bastante serio. No solo acumula datos en el cuerpo de la obra que demuestran fehacientemente lo citado más arriba, sino que también, por ejemplo, reconoce que donde primero se pensó a Cuba como un ente social independiente fue en el Colegio Seminario de San Carlos y San Ambrosio, de la mente del padre Félix Varela. Es tal el fundamentalísimo papel que les asigna en la conformación de las tradiciones científicas y de pensamiento que le reserva siete de las 245 páginas del libro a Varela, Saco y Pepe de la Luz.

Cualquiera que haya estado en ciudades como La Habana o Santa Clara en días de lluvia sabe que si en 1959 sus sistemas de alcantarillados presentaban serios problemas hoy simplemente ya no funcionan en absoluto

Lamentablemente, Pruna Goodgall es bastante serio como historiador solo mientras su objeto de estudio no sea el periodo revolucionario. Alguien que participó de manera activa en la obra científica de la Revolución y con la cual se identificó poderosamente en sus años formativos, no parece conseguir la imparcialidad y el realismo imprescindibles al historiador.

Es por ello que en su último capítulo, el dedicado a dicho período, el libro pierde mucho de su tono anterior.

Pruna Goodgall, quizás ya muy alejado de las verdaderas condiciones de vida del cubano de a pie, parece desconocer la realidad del país presente. En su comparación del estado actual de alcantarillas y acueductos con el del periodo pre-revolucionario cita unos datos que están muy lejos de la realidad y que solo viven en los informes con que los funcionarios del régimen se engañan a sí mismos, a sus superiores y a la humanidad en pleno. Cualquiera que haya estado en ciudades como La Habana o Santa Clara en días de lluvia sabe que si en 1959 sus sistemas de alcantarillados presentaban serios problemas hoy simplemente ya no funcionan en absoluto.

Por otra parte, algunos de los datos que utiliza han sido tan evidentemente mal seleccionados que el lector terminará, tarde o temprano, por comenzar a desconfiar de todos los demás. El caso de las grandes obras producidas por la historiografía revolucionaria es paradigmático. Pruna Goodgall cita en su resumen de los logros del periodo revolucionario la obra de Julio Le Riverand, de Fernando Portuondo del Prado y de Raúl Cepero Bonilla, que en lo fundamental se escribieron antes de 1959, mientras relega a un segundo plano y a unas pocas líneas las más importantes de este periodo, las de Manuel Moreno Fraginals y Juan Pérez de la Riva.

El autor llega a perder incluso la profundidad indagativa de que había hecho gala en los capítulos anteriores. Por ejemplo, cuando se refiere al problema de la introducción de los logros como uno de los principales que ha debido enfrentar la actividad científica durante el periodo revolucionario. Es cierto que señala su existencia y no esconde su magnitud, pero para él la razón de este problema no es el más absoluto control gubernamental sobre la actividad científica, sino las incoherencias "terminológicas" o las incomprensiones de la "complejidad de la interfaz investigación-producción". Para nada se menciona en el libro que la raíz última de los males de la ciencia cubana actual está en las restricciones a la libertad de pensamiento y de expresión inherentes al Estado revolucionario y la personalidad del Comandante.

En este postrero capítulo, Pruna Goodgall recurre hasta a viejos argumentos a los cuales el tiempo ha vapuleado tanto que, en caso de convencer de algo, es de la ligereza con que cualquier disparate a que echaran mano Fidel Castro o sus adláteres resultaba santo y bueno para el revolucionario de filas. Así, al buscar justificar el proceso de centralización de la actividad científica en los primeros años de la Revolución, bajo la nueva Academia de Ciencias dirigida por Antonio Núñez Jiménez, cita a este último:

En el prometido país de hombres de ciencia nos hemos convertido en uno de agricultores taínos, buhoneros y policías políticos

Actualmente, nos encontramos con una organización disparatada respecto a los distintos institutos científicos, sociedades y academias. Por ejemplo, la Academia de Ciencias Médicas, Físicas y Naturales de La Habana, estaba adscrita al Ministerio de Justicia.

La primera Academia de Ciencias no estaba adscrita al Ministerio de Justicia, solo se hallaba asentada en el Registro de Asociaciones que este llevaba por ley. O sea, que se encontraba "adscrita" al Ministerio de Justicia únicamente a la manera en que lo estaba cualquier otra institución independiente del Estado, desde un partido político hasta una sociedad recreativa.

Tal idea de asociación independiente del Estado no les pareció más que una fantasía, peligrosa o en todo caso improductiva, a los hombres de la revolución que terminaron por hacerse con el poder político a partir de julio de 1959. Para individuos como Núñez Jiménez y Pruna Goodgall, atormentados por la desidia, la lenidad que creían ver en todas partes en la sociedad republicana, la única solución posible para aprovechar hasta el último grano de potencialidades de la patria que indiscutiblemente amaban pasaba de manera necesaria por centralizarlo todo en Cuba bajo un Estado fuerte guiado por hombres intachables e infalibles.

Las consecuencias de esta fantasía, mil veces más alucinante que la de una sociedad de instituciones e individuos autónomos, las sufrimos hoy. Cuando más que en el prometido país de hombres de ciencia nos hemos convertido en uno de agricultores taínos, buhoneros y policías políticos.

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