Hoy, como ayer

Un grupo de la delegación oficialista cubana realiza una protesta en la entrada del Foro de la Sociedad Civil. (EFE/Alejandro Bolívar)
Un grupo de la delegación oficialista cubana realiza una protesta en la entrada del Foro de la Sociedad Civil en Panamá. (EFE/Alejandro Bolívar)
José Gabriel Barrenechea

23 de abril 2015 - 16:26

La Habana/No había querido abrir la boca sobre lo sucedido en Panamá por vergüenza, para no seguir echando sal en la herida. Ya bastante han hecho los seguidores del castrismo en los últimos días para darle al mundo una imagen equívoca de los cubanos, para presentarles como el pueblo bárbaro y de antropófagos que no es.

Sin embargo, hay muchos elementos que no pueden ser pasados en silencio. Entre ellos, están los artículos asqueantes que ahora publica Cubadebate, como el titulado ¡Ni pi...!, o las golpizas que las Mango Macho -así era conocida la morena que dirigía la versión femenina de la Porra de Machado, y que se ocupaba de desnudar en público a las jóvenes del Directorio del 30- de verdeolivo le han propinado a las Damas de Blanco, o esa impudicia del acto de repudio frente a la casa de Coco Fariñas en el que un grupo de esbirros de la policía política y funcionarios del Gobierno Provincial han mostrado en la vía pública sus (a)virilidades al canto de "Aquí los cojones son los de Fidel".

¿Es ilegítimo para un cubano disentir del Gobierno de su país? Cualquiera debería comprender que con actitudes como la que han mostrado sus partidarios en los últimos días ninguna persona decente puede apoyarlo. Pero, ¿esas actitudes han sido solo de los últimos días?

Pocos sucesos han variado el rumbo de mi vida de manera tan radical como las "gloriosas jornadas" ‒en palabras de Fidel Castro, en su discurso del primero de mayo de 1980‒ de abril-mayo de ese mismo año en las cuales, según el Comandante, mi generación libró su "primera gran batalla". Si el niño aquel que solía ganar concursos y quedar de vanguardia en las aulas o en la escuela nunca quiso entrar en la Juventud Comunista, se lo debe más que nada a la asqueante bajeza moral que desplegó por aquellos días la Revolución.

Mi viejo me había educado en una visión moral del comunismo que nada tenía que ver con lo que por aquellos días ocurrió a mi alrededor, más bien iba en su contra. Hasta aquel momento en mi imaginario eran los contrarrevolucionarios los únicos capaces de hacer lo que ahora los revolucionarios. Multitudes que se comportaban a la manera en que había visto solían hacerlo las del medioevo en las ejecuciones públicas, barrios en pleno que hostigaban con crueldad inusitada a familias individuales, a semejanza de como sucedía en la adaptación de la novela de Blasco Ibáñez que poco antes había transmitido la TV, La Barraca.

Mi viejo me había educado en una visión moral del comunismo que nada tenía que ver con lo que por aquellos días ocurrió a mi alrededor

Aquella orgía, que cada vez se salía más de control, no tenía nada que ver con la imagen ideal del país en que había creído vivir hasta entonces, y mucho menos con la ideología que me había inculcado mi viejo.

Recuerdo haber leído en aquellos días El Tulipán Negro, la novela en la que Dumas padre narra el asesinato de los hermanos Jan y Cornelio de Witt por una multitud de seguidores del estatúder Guillermo. A consecuencia de esa coincidencia temporal han quedado inextricablemente mezcladas en mi memoria la imagen de las turbas que instigadas por el estatúder esperaban en la plaza, frente a la cárcel de La Haya, para subir a matar a los hermanos republicanos, y la de los que le hacían un acto de repudio a la vecina de mi tío Pablo, instigadas por Fidel Castro en sus muy explícitos e incendiarios discursos.

Una pena enorme me atraviesa el alma al ver que 35 años después en mi patria todavía se repiten a diario hechos semejantes a los de mi niñez

Por otra parte, no puedo imaginar al capitán de la compañía de mosqueteros que contenía a la chusma holandesa con otra apariencia que la de mi hermano, a quien recuerdo muy vívidamente ‒como si fuera ahora mismo‒, llorar avergonzado por no haberse atrevido a interrumpir las humillaciones a que fue sometida su vieja maestra, Delfa, por querer marcharse por El Mariel... Dos veces he releído El Tulipán Negro y es siempre el rostro de mi hermano el del capitán.

Una pena enorme me atraviesa el alma al ver que 35 años después en mi patria todavía se repiten a diario hechos semejantes a los de mi niñez. Que los voluntarios sangrientos del 69, los esbirros de la Porra Machadista o los de las hordas de abril-mayo del 80, aún imperan en la tierra de Martí. Y que animadas por la fiebre de viajar que asola a la Isla, ahora las chusmas castristas se van de feria por el mundo, con todos los gastos pagados por el régimen, a enlodar el nombre de la patria.

Si alguien quiere enterarse de los profundos argumentos, las estudiadas razones de miembros de la Sociedad Servil como Abel Prieto, Miguel Barnet, Esteban Morales, Fernando Martínez Heredia, Eusebio El Leal, o el nuevo pichón de intelectual de plantilla, Elier Ramírez, que más que pronunciar masculla en el peor habanero de bajos fondos, no se canse. Aquí los tiene en este acto de repudio total que es lo que queda de Revolución. Argumentos y razones claras, diáfanas, en todo su esplendor... Porque hoy, como ayer, ¿qué más pueden producir estos ditirambistas?

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