Misiones

Yoani Sánchez

05 de enero 2009 - 08:52

La octava gotera que apareció en el comedor te llevó a aceptar una misión como médico a Venezuela. Sabías que con el salario de cada mes nunca hubieras podido tirar la placa y reparar las desgastadas columnas. Así que la reventa de algunos electrodomésticos comprados allá te ayudaría a completar el costo del cemento y las cabillas. En La Habana, una cuenta bancaria iría aumentando con los cincuenta pesos convertibles recibidos mensualmente por tu estancia en Caracas. Tu mujer te encargó una laptop y el niño más chiquito quería un Play Station.

Los primeros meses dormías mal con los sonidos de disparos que llegaban hasta la pequeña habitación compartida con otros cinco colegas. Para espantar la nostalgia, pensabas en las caras de tus parientes cuando les enseñaras toda la ropa linda que habías conseguido en una rebaja. Mientras, el pequeño patrimonio bancario crecía en Cuba, bajo la condición que sólo podrías disfrutarlo al final de tu misión.

Alguien del grupo te confesó una noche que iba a cruzar la frontera y largarse a Miami. Lo oíste con el temblor del que puede mandar lejos la gotera, el nuevo techo y el portátil pedido, para usar tus ahorros en comenzar una vida nueva. Inmediatamente te acordaste de ese enfermero que escapó y nunca ha podido sacar a su familia de la Isla. Los desertores son castigados con la separación, marcados por la imposibilidad de reunificarse con los suyos.

Así que pasaste tus dos años curando gente y salvando vidas, padeciendo el alejamiento, el susto y la promiscuidad habitacional. Como un alivio te llegó la noticia de que tu esposa ya había empezado a comprar los sacos de cemento para fundir el techo. Cuando estaba cerca el momento del regreso, alguien anunció que el compromiso de quedarse seis meses más había llegado en una hoja para ser firmado. "No hay problema –pensaste– con lo que gane en ese tiempo, quizás me alcance para reparar las paredes de la casa".

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