Periodismo o literatura

Yoani Sánchez

09 de julio 2008 - 06:33

A propósito del Congreso de la UPEC

Al terminar el preuniversitario tenía el capricho de ser periodista. Entre tres amigas contratamos una profesora particular que nos repasaba para las pruebas de ingreso a la universidad. Aquella mujer insistía –hasta llegar a molestarme- que nunca iba a lograr ser una buena reportera, sino que todo en mí apuntaba a otra profesión: la filología. Su maldición se cumplió pues terminé metiéndome con las palabras, la fonética y los conceptos literarios, en lugar de correr tras las noticias.

No sólo la profecía de esta Tiresias habanera me alejó de la labor informativa, sino la convicción de que en una sociedad marcada por la censura, por el oportunismo y la doble moral, ser periodista era el origen de mil y una frustraciones. Había conocido a Reinaldo, expulsado de Juventud Rebelde porque “su línea de pensamiento no se ajustaba con la del periódico” y ver sus deseos de escribir, malgastándose en una dura jornada como mecánico de ascensor, fue el puntillazo final a mis sueños adolescentes.

La Glasnost había pasado y en Cuba un sabor a oportunidad perdida se extendía entre los reporteros y sus frustrados lectores. La tele nos repetía que las producciones aumentaban, que el país resistiría y que el “invencible líder” nos llevaría a la victoria, mientras nuestras vidas desmentían cada frase triunfalista y cada cifra engordada. Una y otra vez respiré aliviada de no haberme hecho periodista.  Creí sentirme a salvo en el mundo de la metáfora.

Sin embargo, no estaban tan alejadas ambas profesiones, ya que una buena parte del periodismo que se hace en los medios oficiales cubanos tiene mucho de literatura. Pues sí, tratando de escaparme hacia la ficción, lo novelesco y lo teatral, encontré que de eso mismo estaban llenos los telediarios cubanos: de personajes que nadie se cree, de historias futuristas que nunca llegan a materializarse y de rostros sonrientes seleccionados entre miles de caras angustiadas.

Con su vaticinio, aquella profesora ilegal quería advertirme de algo que descubrí por mí misma años después: que entre la ficción de nuestra prensa y la de nuestros novelistas, la segunda me iba a proveer de más certezas.

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