¿Y cómo quedo yo?

Yoani Sánchez

13 de abril 2011 - 19:07

El primer bofetón de su vida vino como castigo por decir una obscenidad frente a la abuela; la misma frase que gritara mil veces en la calle y en la escuela, pero que hasta ese momento no había osado articular en casa. El golpe le llegó de súbito, cruzándole el rostro y dejándole una zona de picor y una vergüenza enorme. Se molestó muchísimo con la anciana, porque en el solar donde habitaban las malas palabras eran un elemento de sobrevivencia, la marca lingüística que todos ostentaban por vivir allí.

Aquella trompada resultó una cura dolorosa pero efectiva, pues al crecer desterró de su boca casi todas las “flores” espinosas de la vulgaridad. Aún hoy se ruboriza –con mucha frecuencia– cuando en medio de una conversación y sin que venga al caso, alguien hace gala del léxico de la grosería. Tiene el temor de que en cualquier momento la abuela gallega irrumpirá lista para abofetearle los cachetes, para increparle delante de sus amigos que se calle, porque tiene “¡La boca más sucia que una letrina!”

El sábado pasado, un pelotón militar que ensayaba para el próximo desfile gritó –en una céntrica avenida– una consigna mezcla de lenguaje cuartelario, machista y prosaico. Apenas eran las nueve de la mañana, los niños del barrio no estaban en las escuelas sino en sus casas y en los parques. Pasaron entonces los soldados con su ritmo marcial y una bandera roja, coreando con energía “Los yanquis tienen sayas, nosotros pantalones y tenemos un comandante que le roncan los c……”. Su hijo la miró con sorna, echándole en cara que lo regañara por decir palabrotas, cuando ya estaban aceptadas hasta por las mismísimas Fuerzas Armadas. No pudo dejar de pensar en las manos huesudas de su abuela y en cómo el solar de su infancia había terminado por extenderse a toda la Nación.

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