A la sombra de un "almendrón"

Yoani Sánchez

22 de mayo 2007 - 21:07

“¿Pá la Habana?” me grita el chofer como si la esquina de Boyeros y Tulipán donde estoy parada no perteneciera a la urbe en que he nacido y vivo. Yo respondo con un gesto del dedo hacia la izquierda y confirmo: “Sí, pá la Fraternidad”, porque me gusta hacerle ese diario homenaje al parque de la Ceiba –esa que se cuenta tiene debajo una “prenda” que enterró Machado y que nos condena a la eterna infelicidad nacional-.

Me subo al almendrón y me acomodo entre otros pasajeros que miran hacia la parada que dejamos atrás y parecen aliviados de estar “aquí” y no “allí”. Los diez pesos me laten en el bolsillo, pero el recuerdo de la nueva guagua articulada con mínimas ventanas me devuelve el convencimiento de haber hecho lo mejor. El carro tiene licencia, y capacidad para ocho pasajeros, dos junto al chofer, tres en el medio y otros tres atrás donde una vez estuvo el maletero. Me toca el asiento de los afectados, que es el que debe plegarse cada vez que alguien llega a su destino. No importa, nada es peor que el “jamoneo” en el camello.

Pasamos frente a un control de policías, que hacen su agosto justamente con los transportistas privados. Estamos de suerte, no nos paran. El chofer cuenta entonces su último encuentro con la fiana que le costó diez chavitos. Los pasajeros opinan, cuentan historias igual de truculentas y poco a poco nos vamos metiendo en un tema, donde todos tienen algo que decir. Aquello parece un encuentro de ¨neuróticos anónimos¨ explicando las causas de sus desequilibrios.

La complicidad se ha creado. El mágico espacio de este Chevrolet de los años 40 ha logrado hacer hablar a nuestro descontento. Los temas se suceden, pasando por los baches, la asfixia a los productores privados, la excesiva repetición de ciertos temas en la televisión nacional y terminan como un punto en una frase que mi vecina de asiento me tira en plena cara: “!Sí, pero nadie hace nada!”.

Llegamos a un costado del Capitolio y todo el efecto se termina. El carro vuelve a su piquera y oigo al chofer que grita “!Veinte, hasta Santiago de las Vegas!”, la señora de mi lado me ignora por completo y toma en otra dirección. Yo me asomo a la Ceiba enrejada que una vez se sembró allí con tierra de todas las repúblicas de este continente y murmuro entre dientes: “Y bien que nos la hiciste¨.

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