Del zumo de limón al código encriptado

Yoani Sánchez

09 de marzo 2011 - 17:19

En el último capítulo de la saga orwelliana que ponen en la tele, vimos un joven de rostro atemorizado contando cómo un turista le regaló unos programas de encriptación de datos. Probablemente, muchos de ellos se pueden descargar de manera abierta y gratuita en centenares de sitios webs y son usados por ciudadanos y empresas –de todo el mundo– para salvaguardar sus datos de los curiosos. Sin embargo, en esta Isla, donde cada gesto de privacidad es interpretado como la prueba de una conspiración, el tomar medidas para que un mensaje o la información de nuestro ordenador estén protegidos se convierte en algo obsceno e ilegal.

Bajo esa misma premisa, muchos de los albergues en las escuelas al campo tenían duchas sin cortinas porque cubrirse era contrario al colectivo. La reserva pasó a ser profundamente contestataria y llevar un diario secreto –donde narrar las incidencias personales– se convirtió en una actitud aburguesada que concluía cuando el jefe de destacamento tomaba tus escritos y los leía públicamente frente al aula. Todavía hoy, pocos de mis compatriotas tocan la puerta de una habitación antes de entrar y el deporte de husmear en la vida de otros no es exclusivo de los Comités de Defensa de la Revolución sino de todo el vecindario. Vulnerar el círculo íntimo del ciudadano se hizo práctica tan frecuente que a nadie le asombra que en nuestra pantalla chica salgan grabaciones telefónicas de clientes de ETECSA o fotos del interior de la vivienda de algún individuo crítico.

Ahora, la nueva “bestia negra” son los softwares de encriptación. Los militares, que se han pasado la vida creando códigos para salvaguardar su información, deben estar muy molestos porque similares tecnologías ya estén al acceso de todos. Sin embargo, esta nueva campaña contra la discreción desatada en los medios oficiales choca con algunos pasajes de la epopeya oficial. Si mal no recuerdo, desde que era niña me contaron que Fidel Castro escribió con zumo de limón –en la cárcel– fragmentos del alegato conocido como La Historia me absolverá. No veo una real diferencia entre burlar a los carceleros de Isla de Pinos con una caligrafía invisible –que al contacto con el calor brotaba de las páginas– y el acto de utilizar TrueCrypt para alejar a los fisgones. En ambos casos, el individuo sabe que el cerco represivo no permitirá que su voz viaje lejos si no está camuflada; está convencido que un estado autoritario hurgará sin pudor en su vida para arrancarle el último reducto de intimidad y misterio que aún le queda.

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