Alejo el otro

Pintura en una cueva de la región argelina de Tassili N’Ajjer.
Pintura en una cueva de la región argelina de Tassili N’Ajjer.
Manuel Pereira

11 de agosto 2014 - 15:00

Ha muerto en Cuba mi viejo maestro y amigo: Antonio Alejo Alejo. Lo conocí en 1968 cuando salí del Servicio Militar Obligatorio y matriculé en la Academia de "San Alejandro". Nunca olvidaré su primera clase de Historia del Arte: inquieto, flaco y gesticulante, frente a la pizarra convertida en pantalla, proyectaba imágenes de unas cuevas argelinas en la región de Tassili N'Ajjer. Ante mis asombrados ojos desfilaban pinturas rupestres de 15 mil años de antigüedad, pero lo más espectacular era que aquellas imágenes representaban a unos seres con cascos de cosmonautas o escafandras de buzos, otros personajes volaban con cuernitos como antenas en la cabeza... "¡Extraterrestres!", pensé y enseguida me puse a escribir mi primer artículo para El Caimán Barbudo (febrero 1969).

Alejo me ayudó con las ilustraciones prestándome algunas de las diapositivas más sugestivas para apoyar mi especulación de que aquella zona de Argelia había sido visitada en tiempos remotos por naves de otros planetas. Para un aprendiz de escritor en su bautismo de tinta, el artículo tuvo éxito, pues fue públicamente elogiado nada menos que por el Gran Marciano cubano: Oscar Hurtado, a quien recuerdo enorme, con grandes orejas, siempre con sus inmensos tenis verdes, jugando ajedrez en la UNEAC o viajando en la moto de la escritora humorística Évora Tamayo.

Así entré en el mundo de la prensa y la literatura, a los 20 años, de la mano de Alejo Alejo. Con sus clases magistrales, él me mostró los senderos del arte universal. Poco después yo conocí a Lezama Lima y tuve el gusto de presentarlos. ¡Qué diálogo tan homérico entre aquellos dos gigantes!

En su juventud Alejo Alejo conoció a Wifredo Lam, pero luego lo perdió de vista. Por eso, cuando yo trabé amistad con el mejor pintor cubano, los hice coincidir en una comida en la Bodeguita del Medio. ¡Otro banquete de genios!

Los que aprendimos de su vasta sabiduría fuimos unos privilegiados. Un maestro tan fuera de serie es dudoso que exista hoy en la Isla

Cuando yo conocí a Alejo Carpentier, lógicamente, quedé encandilado con nuestro principal prosista. Por entonces Alejo Alejo empezó a autodenominarse "Alejo el otro". Tenía un gran sentido del humor. Más tarde, la vida me llevó por otros derroteros alejándome de aquel Alejo, a quien siempre recordé con cariño, a pesar de las lejanías.

Alto, ágil, elástico, siempre jovial, así era Alejo el otro. Sin embargo, también tenía sus malas pulgas. En una ocasión me llevó a un concierto en el teatro Amadeo Roldán. Una señora delante de nosotros no paraba de hablar y Alejo la golpeó varias veces en el hombro con el programa enrollado exigiéndole silencio para oír la música. Yo no salía de mi asombro. No sabía que eso se podía hacer: regañar a alguien para poder oír un concierto. También me llevó al Museo de Bellas Artes, a un concierto de Bola de Nieve, a quien me presentó al final de la función. Yo estaba impresionado con ese universo musical que él me descubría.

Alejo Alejo fue un erudito, un maestro formado antes de la revolución, y me alegra saber que al final de su vida recibió premios y diplomas más que merecidos, distinciones oficiales que tendrían que haberle otorgado mucho antes, pero en fin: nunca es tarde si la dicha es buena.

Los que aprendimos de su vasta sabiduría fuimos unos privilegiados. Un maestro tan fuera de serie es dudoso que exista hoy en la Isla. El agujero que deja en el tejido de la pedagogía nacional es más grande que el cráter Tycho y para rellenarlo tendrá que pasar un cuarto de siglo.

Él poseía la fórmula secreta de todo buen maestro: capacidad de asombro para transmitir conocimiento, contagiando con esa fascinación a su alumnado. Eso no se aprende en ningún instituto pedagógico: es algo que viene en el ADN, y se llama vocación. Por tanto, Alejo Alejo fue un milagro magisterial.

En un video de Leonardo de Armas lo veo explicando el románico en la iglesia de San Clemente de Tahull, allá en las tierras catalanas donde viví trece años. Me llamó la atención agradablemente que comentara ese estilo no tanto a partir de sus atributos estéticos sino más bien a través de la fe. Me gustó oírlo hablar con tanta pasión de la "necesidad de la fe". Que en paz descanse.

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