Invisibles triángulos de muerte

El escritor y editor Felipe Lázaro ha publicado un libro de relatos con el que rescata sus años de juventud en la Isla antes y durante la Revolución cubana

Raúl Castro vendándole los ojos a un prisionero durante una ejecución.(latinamericanstudies.org)
Raúl Castro vendándole los ojos a un prisionero durante una ejecución. (latinamericanstudies.org)
Felipe Lázaro

10 de febrero 2018 - 14:00

Toledo/Alejado de las pretensiones literarias y con ánimo de denunciar los excesos de la Revolución cubana, el escritor y editor Felipe Lázaro ha publicado recientemente Invisibles triángulos de muerte. Con Cuba en la memoria (Betania, 2018).

En este libro de relatos, en los que la realidad autobiográfica se cruza constantemente con la ficción, Lázaro ha pretendido rescatar la atmósfera de los años de su infancia en la Isla, a caballo entre los últimos días de la dictadura de Fulgencio Batista y los primeros que llevaron al triunfo de la Revolución cubana en 1959.

En palabras del autor, los textos recogidos en este libro (cuya distribución digital es gratuita) "encierran una gran dosis de nostalgia y recuerdos juveniles, donde la memoria y la autoficción se aúnan para conformar este retablo de relatos".

A continuación reproducimos una de las historias con las que Felipe Lázaro, que vive en el exilio desde 1960, sintetiza las consecuencias de la Revolución cubana:

Para mi primo hermano Ramón Álvarez Silva, poeta

Hermenegildo golpeó dos veces con sus sobresalientes nudillos en la puerta del despacho militar que estaba decorado de una forma extremadamente minimalista. Más que la caracterizada austeridad castrense, todo el eficiente mobiliario se ceñía a un escritorio, una máquina de escribir y varios archivos, aunque de las paredes colgaban grandes retratos de los próceres de la Patria y unos mapas de la Isla, de la provincia y del Municipio.

–¡Adelante! –contestó, secamente, el oficial.

–Capitán, aquí está el detenido –dijo un corpulento sargento, al mismo tiempo que saludaba militarmente.

–Bien, bien, retírese... Siéntate, Luisito, siéntate.

–Gracias... –respondió tímidamente el joven, sumamente nervioso, al que le sudaban las manos y tenía el rostro cubierto por gotas interminables, mientras recordaba todos los detalles de su detención, por lo que esperaba, con cierto temor, algún que otro golpe del militar.

–Pues, bien, muchacho. Mira, yo quiero ayudarte. Conozco a tu abuelo. Tenemos que ayudarnos mutuamente. Solo dime de esta lista quiénes son los revolucionarios y tú no tendrás ningún problema, te irás de aquí caminando por tus propios pies. Te lo prometo.

–Pero, es que no sé nada. Creo que todo se debe a un grave error, una equivocación –contestó el estudiante sin apenas leer el papel que le había entregado el capitán, mirando fijamente una fusta de cuero que tenía el oficial encima del escritorio.

–Tú sabes mucho, muchacho, no te hagas el comemierda... Posiblemente sepas más de lo que crees... Te lo aseguro... Todos son amigos tuyos del Instituto. Dime quiénes son el grupito, los cuatro gatos esos y si alguno no está en la lista...

–Todos son amigos míos, sí... compañeros del Instituto, de jugar a la pelota. Pero no sé nada más.

Luisito cogió el papel, que le temblaba en las manos sin dejarle leer. Inmediatamente se dio cuenta de que estaban todos sus amigos y por un instante le entraron ganas de vomitar

–¡Cabrón! –gritó el oficial dando un fustazo en la mesa, sobre unos papeles. –¿Qué crees, que somos unos verracos? Te equivocas. Yo también fui revolucionario... contra Machado. Andaba en reunioncitas, poniendo bombas, atracándome de mierda hasta los ojos. ¿Me oíste?, hasta que comprendí que todos los políticos son unos hijos de puta... Todos... Mira, aquí sabemos todo lo que pasa en el pueblo. ¿Oíste? Todo. Y ahora, dime, ¿vas a colaborar?

–Yo no tengo nada que decir, solo que no estoy en nada...

–Lee, coño, y dime quiénes son.

Luisito cogió el papel, que le temblaba en las manos sin dejarle leer. Inmediatamente se dio cuenta de que estaban todos sus amigos y por un instante le entraron ganas de vomitar, pero se lo impidió la fuerte voz del capitán:

–Bueno, ¿qué me dices?

–Sí, son mis amigos. Pero es lo único que puedo decirle. Yo no sé nada más, solo que estudiamos en el Instituto, nos vemos en el pueblo, repasamos juntos las tareas en nuestras casas, nos bañamos en el río, jugamos a la pelota...

–Ya. Deberían jugar más a la pelota y joder menos. Sobre todo nada de octavillas y dejar de escribir en las paredes frases contra el Gobierno. Coméntalo con tus amiguitos, dile que los tenemos vigilados a todos. Al menor movimiento que hagan los detengo y los envío para La Habana y sabes que de allí vuelven pocos...

El oficial dejó pasar un largo rato de tiempo para que el joven pensara en lo que le acababa de decir. Y, rápidamente, le extendió una octavilla que sacó ágilmente de una gaveta del escritorio

El oficial dejó pasar un largo rato de tiempo para que el joven pensara en lo que le acababa de decir. Y, rápidamente, le extendió una octavilla que sacó ágilmente de una gaveta del escritorio. Al verla Luisito la reconoció y casi temblando se hizo el indiferente, tardando en leer un texto que conocía al dedillo, pues él mismo lo había redactado. Totalmente turbado y balbuceando apenas unas palabras logró decirle al capitán:

–¿Qué quiere que le diga? Gramaticalmente está mal escrito... mal redactado... no deben ser estudiantes quienes lo escribieron.

–¿Deben? ¿Por qué supones que son varios?

–¡Qué sé yo! Supongo...

–¡Sargento! –gritó el oficial poniéndose su gorra. Casi al mismo tiempo agarró con su mano derecha la fusta militar y comenzó a darse golpecitos en la palma de la otra mano, mientras miraba fijamente al joven detenido, que interpretó aquel vaivén de la fusta como invisibles triángulos de muerte, pues esos eternos segundos que tardó Hermenegildo en presentarse, al estudiante le parecieron horas.

–¡A la orden, capitán! –se cuadró y saludó el sargento que esperaba fuera del despacho.

–¡Déjelo ir! –ordenó el oficial con cierta mueca en la boca, quizá una posible contraseña para el sargento.

–¿No le damos una vueltica por el cuarto, señor?

–No me ha oído, coño. ¡Déjelo ir! –exclamó el capitán caminando hacia la puerta.

–Sí, señor, como ordene –contestó el sargento malhumorado, como si el oficial lo hubiese decepcionado.

–Aunque, espere... Luisito, te voy a enseñar algo muy instructivo. Sargento, llévelo al cuarto...

A Hermenegildo se le iluminó la cara, sonrió sádicamente con cierta malicia y a gritos ejecutó la orden, empujando a Luisito hacia la puerta con sus inmensas manos, mientras le decía: "Camina, coño, que tú estás fuerte para aguantar un par de mameyazos".

A Hermenegildo se le iluminó la cara, sonrió sádicamente con cierta malicia y a gritos ejecutó la orden, empujando a Luisito hacia la puerta con sus inmensas manos

Al joven estudiante le sudaba todo el cuerpo, tenía la boca seca, casi temblaba al caminar. Había oído tantos cuentos sobre el cuartel, las palizas y torturas a los detenidos que estaba verdaderamente aterrorizado, aunque bastante entero para lo joven que era, con sus recién cumplidos quince años.

El capitán fue el primero que bajó unas escaleras del patio que llevaban a una especie de sótano lúgubre y maloliente. Cogió una llave de la pared y abrió una pesada puerta de hierro. Todo estaba totalmente a oscuras con una humedad que calaba los huesos al instante. De pronto, Hermenegildo dio unos pasos, en la más absoluta oscuridad, como si conociese hasta el último detalle del calabozo y prendió una bombilla que colgaba del techo.

Después de una larga pausa, para que el joven pudiera apreciar bien dónde estaba y le hiciese efecto la situación en que se encontraba, el capitán, quitándose la gorra y secándose el sudor de la frente con un pañuelo blancuzco, totalmente arrugado, le dijo a Luisito:

–Mira bien, muchacho. ¿Ves esa gran mancha en el suelo...? ¿La ves? –gritó el oficial señalando casi a sus pies.

Pero Luisito estaba mudo, sin voz, no podía articular ni siquiera un pobre gemido. Aquel habitáculo era macabro. De la pared colgaban palos y látigos, correas y cadenas, hasta alicates y tenazas. Solo había una vieja silla y una pequeña mesa con unos instrumentos encima.

–¡Contesta, coño! ¿No te irás a mear ahora? –le dijo el sargento Hermenegildo empujándolo hacia la oscura mancha. –No serías el único. Aquí hasta el más guapo se caga.

–Sí, la veo –gritó Luisito totalmente desesperado.

–Pues eso es sangre, oíste. Sangre de comemierda. Y el que la botó dejó ahí sus pulmones. Los que salen de aquí pocas veces llegan hombres a La Habana y allí ya le hacen el trabajo completo, sin billete de vuelta. Así que dile a tus amigotes, que se dejen de tanta revolución del carajo, de papelitos sueltos, de pintar paredes y de comer tanta mierda frita. Que se dediquen a lo suyo, a estudiar, a jugar a la pelota, como tú dices, a echarse una noviecita, pero no jodan más en el Instituto, ¿ok?

Pues eso es sangre, oíste. Sangre de comemierda. Y el que la botó dejó ahí sus pulmones. Los que salen de aquí pocas veces llegan hombres a La Habana y allí ya le hacen el trabajo completo

–¿Lo entrenamos, capitán? –preguntó Hermenegildo.

–No, sargento, retírese... esta vez no...

–¡Como ordene, señor!

El oficial que se había quedado con el estudiante a solas, lo sacó de la celda echándole el brazo encima. Cerró tirando de una aldaba gigante y el eco del portazo despertó al joven estudiante que apenas podía coordinar sus pasos.

–Mira, muchacho del diablo, te lo digo en serio, las cosas no están para juegos. Tenemos órdenes terminantes de acabar con la oposición. Ya no nos importa si son cuatro gatos. Sean los que sean irán cayendo... Échate una novia y deja unos cuantos amigotes, que son los que te tienen jodido. Ya te dije que conozco a tu abuelo, sobre todo por mi padre que era colono. Él llamó hoy, después de tu detención. Como ves, te he tratado lo mejor posible, con consideración, dentro de las circunstancias. Pero te advierto: te arrestan otra vez y para el carajo todo. Te veo otra vez por aquí y te dejo en manos del sargento... y ese no cree en nadie. Así que a ser bueno, ¿ok? Luisito, que había estado contando los escalones mientras subían de la mazmorra, se recuperó algo con el aire fresco del patio.

–Sí, capitán, trataré...

–No, no trates, hazlo. Es por tu bien. Es tu vida la que está en juego. Acuérdate del texto final de las octavillas, de esa consigna que yo también grité en los años treinta:

¡Libertad o muerte!... Así que aléjate del grupito de bobolucionarios para salvarte de lo segundo. Además, si llega algún día lo primero, la podrás disfrutar junto a tu familia y a tus seres queridos. No seas idiota, yo también fui revolucionario de estudiante y ahora ya me ves. Espabila o serás un muerto más.

El joven levantó los ojos, asombrado por lo que acababa de escuchar. Casi le iba a pedir al capitán que le repitiera el consejo, cuando este le interrumpió ordenando al cabo de guardia que dejara pasar al detenido, que ahora estaba en libertad.

Así Luisito, empapado en sudor y aterrado por la experiencia vivida, franqueó los sacos de arena que hacían de trinchera en la gran puerta del cuartel, donde tres soldados con cascos de guerra vigilaban atentos la esquina de las calles próximas. Uno de ellos, el del medio, jugaba con una ametralladora de pie calibre 50, moviéndola de izquierda a derecha y de derecha a izquierda, formando invisibles triángulos de muerte.

En la calle desierta, el joven estudiante caminó solo con el sol por compañero. Continuaba empapado de sudor, pero al apenas dar sus primeros pasos en libertad, sobre todo fuera del cuartel, ya se sentía fresco, liviano, algo recuperado. Respiró hondo, miró tímidamente para el cuartel y apresuró sus pasos, como queriendo escapar de los ojos del sargento Hermenegildo que desde una ventana no le quitaba su sádica mirada.

* * *

Ya pegado al paredón, sintió un escalofrío y vislumbró una mueca al pensar: "Esta es la Revolución por la que estuve dispuesto a dar tantas veces mi vida"

De repente, Luisito se despertó mojado. Sudaba a chorros, un maloliente líquido le recorría todo su cuerpo, cuando escuchó su nombre y apellidos. ¡Le había llegado su turno! Apenas pudo despedirse de los otros compañeros que abarrotaban la celda del presidio político. Ni siquiera escuchaba las palabras de su amigo el cura que deseaba confortarlo. Ya pegado al paredón, sintió un escalofrío y vislumbró una mueca al pensar: "Esta es la Revolución por la que estuve dispuesto a dar tantas veces mi vida".

A lo lejos vislumbró el resplandor de unos fusiles nerviosos que se movían por la ansiedad de los ejecutores de aquella forma que ya había visto con anterioridad en el cuartel de su pueblo, dibujando invisibles triángulos de muerte.

Recordó al capitán y al sargento Hermenegildo: ¿qué sería de ellos, los habrán fusilado también, estarán presos, habrán logrado exiliarse? Ahora le tocaba a él, estaba solo frente a la Historia. El estruendo de los fogonazos interrumpió el silencio macabro de aquella madrugada.

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