Los espejos de La Habana, la ciudad de los espectros

La portada de 'El beso esquimal', de Manuel Pereira.
La portada de 'El beso esquimal', de Manuel Pereira.
Gabriel Martínez Bucio

06 de abril 2015 - 18:14

La Habana/Hace unos años, Manuel Pereira me contó una historia que aún era muy dolorosa para escribir. Necesitaba tiempo, distancia emocional y geográfica para que el resultado no fuese una mera anécdota biográfica sino que alcanzara los territorios de la literatura. Mientras tanto, publicó su novela Un viejo viaje y sus libros de ensayos Biografía de un desayuno y El ornitorrinco onírico.

Después de una década de buscar el tiempo perdido, incubar la memoria y esculpir su honestidad con el arte de la ficción, no solamente pudo contar su historia, sino supo que debía hacerlo para que el olvido de aquel pasado no se olvide.

Como la mayoría de las novelas de Pereira, El beso esquimal (Textofilia, México, 2015) inicia arrojando al lector a la mitad de una cuestión. "¿Me dejarán salir?", es la pregunta que se hace un exiliado al aterrizar en La Habana que ha regresado después de doce años para visitar a su madre enferma. Estos son los próximos cuatro días de "permiso humanitario" que le han concedido las autoridades para retornar a su lugar de origen.

Sin embargo, lo que encuentra el protagonista es "el país de los espejismos", lo que recordaba ya no es, ni siquiera él mismo es el que partió; las arrugas han invadido el rostro de su madre, los conocidos no son más que apariciones de otros tiempos, y las cosas han devenido un simulacro: ingenieros trabajando de taxistas; geólogos, de albañiles; sociólogas, de peluqueras; historiadoras del arte vendiendo mangos; una chimenea, la entrada de un hogar; sus sobrinas tienen nombres rusos; los bistecs parecen suelas de zapatos; las sonrisas, muecas...

Por momentos, la novela coquetea con el género fantástico. Una muchedumbre de recuerdos convive con el presente mustio. Lo muerto y lo vivo confundido. ¿Quién es el olvidado y quién el que olvida? La Habana marchita está habitada de ecos arquitectónicos, hologramas, fantasmagorías, dobles... Sin embargo, la mayor virtud de El Beso Esquimal radica en que estos habitantes son presentados como una sutil humillación, parte de un realismo empírico, cotidiano y absurdo al mismo tiempo, al que se enfrenta el visitante.

“¿Lo dejarán salir?”, es la pregunta carcelaria que se han hecho millones de cubanos y que acompañará al lector por esos bajos fondos habaneros característicos de los libros de Pereira

"¿Lo dejarán salir?", es la pregunta carcelaria que se han hecho millones de cubanos y que acompañará al lector por esos bajos fondos habaneros característicos de los libros de Pereira, donde flotan los alfilerazos cómicos de un Roberto Arlt y la mirada ensayística de un Ferdinand Céline.

Cuando leí el borrador, los capítulos más íntimos estaban salpicados de "dedazos"; más que erratas, estos temblores ortográficos evidenciaban el honesto proceso de creación al que se expuso Pereira al concebir esta obra, donde sus biográficas disecciones vibran en cada página: "Así las cosas, convertido en un simple visitante, aunque ahora estuviera físicamente allí, lo contemplaba todo desde afuera, igual que esos espíritus separados de sus cuerpos que levitan en el techo del quirófano desde donde ven su propio cadáver".

En medio de la constelación literaria que ha creado Manuel Pereira –personajes que desaparecen y reaparecen de una novela a otra como espectros que se mezclan, se funden y se metamorfosean– podríamos ubicar a El beso esquimal en una esquina lunar que refleja toda su obra, ese Faro del Morro que hasta el día de hoy continúa iluminando los rincones más oscuros de La Habana Vieja, zaz, zaz, zaz...

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