El gato de Nicolás

Nicolás Guillén en París, en 1956. (Instituto Cervantes)
Nicolás Guillén en París, en 1956. (Instituto Cervantes)
Manuel Pereira

06 de marzo 2016 - 14:08

México/Hace mucho tiempo, en una galaxia muy, muy lejana, Luis Rogelio Nogueras y yo invitamos a Nicolás Guillén a almorzar en la Bodeguita del Medio. El poeta llegó encabronado, sudando y cojeando por culpa de las chinas pelonas de la calle Empedrado. Se puso a despotricar contra Eusebio Leal, quien días atrás había cerrado el acceso a los autos por la calle San Ignacio clavando boca abajo un par de cañones antiguos de los que colgaba una cadena.

Acostumbrado a bajarse del Lada frente a la Bodeguita, Nicolás tuvo que caminar desde Tejadillo hasta el restaurante, lo cual, a su edad, era una calamidad. En cuanto nos sentamos y trajeron las cervezas, el disgusto se le pasó y su melena plateada resplandeció con mayor intensidad.

En ese momento pasó corriendo entre las mesas un gato negro. Un camarero lo pisó sin querer, el animal soltó un largo maullido y al hombre se le cayó la bandeja con gran estrépito de cristales rotos. Entonces Nicolás comentó: "¿Ustedes no se han fijado que cuando un gato negro se cruza en tu camino es señal de mala suerte? Tiene que ser negro, igual que el luto es negro, los cuervos que traen mala suerte también son negros, como el totí, que siempre tiene la culpa, como la magia mala, que es la negra...".

Wichy el Rojo y yo nos miramos sonriendo y perplejos. Nicolás siguió con su imprevisible inventario: "Nadie quiere estar en ninguna 'lista negra', en ajedrez las blancas siempre salen primero...".

Nogueras y yo intercambiamos una mirada de inteligencia. ¿Adónde quería llegar el poeta nacional?

"Si una mariposa negra entra en tu casa es señal de malas noticias. ¿No se han fijado que todo lo malo es negro?" Ambos asentimos. "Chico, entonces... ¿qué raro que al tiro al blanco no le llamen tiro al negro?"

Las carcajadas llegaron hasta la soleada calle empedrada con chinas pelonas.

Ese día yo descubrí a otro Guillén, más humano, menos gubernamental

Wichy el Rojo empezó a disertar sobre Poe y el "gato negro". Nicolás siguió comiendo vorazmente, pero hacia los postres se ensombreció y nos hizo un cuento de su juventud. "Un cuento de terror", susurró poniéndose muy serio.

Se había enamorado perdidamente de una hermosa prostituta del Barrio de Colón. Pero la muerte interrumpió el idilio siendo ella muy joven. La lloró desconsolado en el burdel y luego en el cementerio. Él estaba en su cuartico de una casa de inquilinato, medio dormido, un día después del entierro, cuando, de pronto, oyó unos pasos en el pasillo, un taconeo característico que él conocía muy bien. Del susto, se espabiló y se sentó al borde la cama.

Oyó acercarse los pasos. Aguantó la respiración, nervioso. Alguien tocó a su puerta. Se levantó y preguntó: "¿Quién es?". Nadie respondió, pero podía oír al otro lado de la puerta una respiración crepitante, como estertor de moribunda. Armándose de coraje, abrió, no había nada ni nadie. Pero él sabía que ella estaba allí, invisible, parada frente a él. Cerró la puerta suavemente y se dejó caer en la cama, esperando.

Este cuento me estremeció, no solo por lo sobrenatural, sino porque venía de un miembro del Comité Central del Partido Comunista, quien debía ser ateo y, por tanto, nada supersticioso. Todo eso le daba al relato una mayor verosimilitud.

Me agradó saber que algunos comunistas tenían sentido del humor y que, además, creían en los fantasmas y en la metafísica de los gatos negros

Ese día yo descubrí a otro Guillén, más humano, menos gubernamental. Antes de despedirnos, me preguntó si ya había leído Confieso que he vivido, de Neruda. Al responderle que sí, me advirtió que el libro tenía una errata en el título. "¿Cuál?", pregunté. "No es Confieso que he vivido, es Confieso que he bebido", me contestó y se alejó a pie con su chofer que parqueó en otra calle cercana.

Me agradó saber que algunos comunistas tenían sentido del humor y que, además, creían en los fantasmas y en la metafísica de los gatos negros. Subí por la calle San Ignacio, donde estaba la cadena del historiador y que rememoraba la gruesa cadena colonial que antaño cerraba el puerto impidiendo la entrada de barcos enemigos. Entonces me acordé de la muerta regresando de la tumba para ver a su amado, llamando a su puerta en un escalofrío. "¡Tun, tun! ¿Quién es? Una rosa y un clavel". La difunta llamando a la puerta para pasar la muralla, o la cadena que separa la vida de la muerte, la cadena como símbolo de plaza sitiada, el destino nacional encadenado. "¡Tun, tun! ¿Quién es?" El gato negro de Nicolás Guillén.

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