Un cubano en el Camino de Santiago

Una de las tantas fles que le indican a los peregrinos en el Camino de Santiago
Una de las tantas flechas que le indican a los peregrinos el Camino de Santiago
Luis Enrique Valdés Duarte

15 de noviembre 2014 - 06:50

Santiago de Compostela/Estoy en la Catedral de Santiago de Compostela. He caminado casi mil kilómetros durante treinta días por el Camino Francés. He cruzado España con una mochila, durmiendo en albergues de una noche, al amparo de la humedad navarra, alimentado por las uvas riojanas, bajo el tórrido sol de Castilla o mojado por la pertinaz lluvia gallega.

Por fin estoy al final del Camino de Santiago: una ruta de peregrinación cristiana que ha terminado siendo el fenómeno cultural, religioso y sociológico más determinante de Occidente y claro, se me han juntado en este angosto trillo todas las emociones posibles. He sentido esa fuerza telúrica que le han imprimido tantos siglos de procesión fervorosa y constante.

Se trata de una senda precristiana por la que el europeo cumplía su deseo de llegar al fin del mundo conocido hasta el término de la Edad Media: Finisterre. Pero la leyenda dijo luego que hasta aquí había llegado evangelizando Santiago Zebedeo, uno de los discípulos preferidos de Cristo y la aparición, hace mil doscientos años de su tumba en estos parajes, desató la romería más robusta que ha conocido la Humanidad y dio a este sendero una nueva dimensión, lo llenó de arte, de arquitectura, de una espiritualidad recompuesta y de un sentimiento cristiano que no tardó en extenderse por toda la península.

rara vez me quité la mochila o las botas, siempre hubo quien caminara a mi lado, me calmara la sed, me curara las heridas, esperara por mí

Cuán importante fue, se concreta en una frase rotunda de Goethe que no es ninguna exageración: “Europa se hizo peregrinando a Compostela”. Y me ha emocionado la voluntad de la gente: rara vez me quité la mochila o las botas, siempre hubo quien caminara a mi lado, me calmara la sed, me curara las heridas, esperara por mí, cantara conmigo, me sonriera, me besara antes de dormir y me animara en el desaliento. Mientras recapitulo todo ello, el botafumeiro* oscila ante mis ojos, dejando en el aire iluminado por las velas un olor milenario.

Cuando hace unos minutos entré en la Plaza do Obradoiro y me paré ante este templo monumental, pensé que no habría en este viaje nada más conmovedor que la dichosa sensación de arribar adonde tanto se ha soñado y sentir que se tienen demasiadas cosas claras, como si llevara toda la vida esperándome ahí enfrente y fuera evidentísimo que me he encontrado a mí mismo y me he abrazado y me he fundido en mí.

dicen: ¡Ha llegado uno de Cuba! Entonces ningún llanto es más copioso que este

Pero ocurre aquí dentro el milagro mayor: un sacerdote comienza a dar cuenta de los que hemos llegado hoy. Por cientos se enumeran los que vienen de todas las latitudes españolas y extranjeras. A nadie sorprende nada; sin embargo, un murmullo se levanta en la iglesia y un jolgorio, entre los quince hermanos que he hecho en el camino cuando allí, entre la humareda de incienso, dicen: ¡Ha llegado uno de Cuba! Entonces ningún llanto es más copioso que este.

Han dicho ¡Cuba! ante la presencia sagrada de los restos de Santiago Apóstol y pienso en que el Camino no termina aquí, sino que se extendió por sobre el mar y llegó a América, poniendo nombre a cien ciudades y pueblos, y que el Santiago nuestro es el depositario de las dos reliquias más altas de los cubanos y, hasta ahora, el único pacto real entre todos: los unos y los otros, los que se ofuscan en la grisura de un régimen oprobioso y los que quieren verla florecer en la luz, los de una y otra orilla: José Martí y la Virgen de la Caridad. En ello sigo pensando cuando me postro por fin ante la tumba de plata y doy gracias y ruego por el porvenir. La tradición convirtió a Santiago en un santo guerrero y libertario, así que mi primera petición es esta: ¡que Cuba sea libre!

¿Qué me trajo aquí? No lo sé. Un raro impulso me llevó a los Pirineos, sin conocer siquiera el pueblo en que dormiría cada noche. Sólo tenía algo claro: debía ir hacia adelante con paso firme y sereno, bien abiertos los ojos y el alma. No pasó mucho tiempo sin que me diera cuenta, tras escuchar tanto que el camino es una metáfora de la vida, del mundo, de la existencia toda, que esto es lo que debemos hacer los cubanos: elegir un camino, un humilde sendero como este que, siendo un trillo, vertebró un continente, que fue tomado con toda la determinación que les cupo en el pecho a gente humilde, pastores de ganado, papas y emperadores, pero con un destino común.

La experiencia de hacerme a él, de escuchar a cada paso el saludo jacobeo: ¡Buen camino! –aquí nadie se da los buenos días ni se dice “adiós”-, de sentir y de entregarme a una comunión tan alta, me hizo añorar un comportamiento así para mi país. Esta unidad entre personas que apenas se conocen, que vienen de todas partes, que son tan diferentes al fin y al cabo, por el mero hecho de estar compartiendo el mismo trance tortuoso, ¿no es acaso lo que necesitamos?

¡Qué brillo en los ojos de aquellos a quien decía: soy cubano!, desde Amadeus, el humilde carpintero catalán que adora Cuba, hasta Jousi, el suizo que hizo miles de kilómetros desde su casa e increíblemente se llama Jose Marti, sin las tildes del Maestro. ¿Cómo no pensar en que efectivamente se estaba cumpliendo eso de que el Camino es una alegoría de lo que uno ha vivido? Un mes apenas y vi a todos arrimando el hombro por haber comprendido y sentido la necesidad del otro aunque no los trajera aquí lo mismo.

¿No bastan cincuenta y cinco años tortuosos para caer en la cuenta de que debemos “arrimar el hombro” para que sea luminoso y abierto el camino?

¿No bastan cincuenta y cinco años tortuosos para caer en la cuenta de que debemos “arrimar el hombro” para que sea luminoso y abierto el camino? Hablo de unos y de otros. ¿Cuándo los de un lado van a comprender que tienen que dejar sitio para que todos caminemos y los de este vamos a unirnos para que sea respetado nuestro paso? ¿Cuánto hay que andar todavía para saber que quien va a nuestro lado no es un adversario y que la solución no es la delación ni la tortura sino la legitimación de la pluralidad? ¿Cuánto para que no nos miremos con ira sino que nos deseemos con franqueza “buen camino”? Qué ganas tengo de que arribemos juntos a esa Compostela en que se nos diga: ¡Ha llegado uno de Cuba! porque no seremos ya los de aquí y los de allá, ni los unos y los otros… Para eso, como estos que llenan ahora la iglesia y que son lo más diverso que se pueda imaginar, tiene que ser cada uno como quiera ser y los demás, dejarlo ser.

No obstante, mientras llegue el día, a todos los cubanos, los que leen este periódico y los que no, absolutamente a todos, les deseo ¡buen camino!

* En gallego, esparcidor de humo. Es un enorme incensario que oscila por la nave lateral de la Catedral de Santiago de Compostela y uno de sus símbolos más conocidos y populares.

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