Un Nobel al juglar en el camino

Bob Dylan ganó este jueves el premio Nobel de Literatura 2016 por haber creado una nueva expresión poética dentro de la gran tradición de la canción americana. (EFE)
Bob Dylan ganó este jueves el premio Nobel de Literatura 2016 por haber creado una nueva expresión poética dentro de la gran tradición de la canción americana. (EFE)
Ernesto Santana

15 de octubre 2016 - 16:27

La Habana/Como casi todo lo relacionado con él, que Bob Dylan recibiera este jueves el Nobel de Literatura ha levantado una polvareda mediática. Unos celebran, otros critican, algunos se burlan. El trovador, al margen del clamor, sigue en lo suyo.

Sara Danius, en nombre de la Academia Sueca, dijo que el premio se le entregaba por “haber creado nuevas expresiones poéticas dentro de la gran tradición de la canción estadounidense”, y añadió: “Bob Dylan es un gran poeta. Tan simple como eso. Un gran poeta en la gran tradición de la lengua inglesa, de Milton y Blake en adelante”.

Pocos se habrían quejado de que el Nobel hubiera sido para Philip Roth o Don DeLillo, o para el novelista Haruki Murakami o el poeta sirio Adonis. Sin embargo, ha causado sorpresa la elección del cantautor norteamericano, pese a que nadie se asombró nunca de que durante años hubiese sido nominado.

Es un poeta con guitarra. Escritores tan disímiles como Marguerite Yourcenar y Salman Rushdie lo han considerado siempre un gran poeta

Aunque publicó Tarántula y una parte de su autobiografía, Dylan no es un prosista. Es un poeta con guitarra. Escritores tan disímiles como Marguerite Yourcenar y Salman Rushdie lo han considerado siempre un gran poeta.

De su importancia en el mundo musical se ha hablado mucho. De su invención de un nuevo tipo de canción, de su trabajo precursor del rap y el hip-hop, de su peso en la evolución del rock, de su magistral incorporación de diversos géneros musicales para conformar una obra inclasificable y vastísima. Dicen que él mismo se quejó de que “no hay Nobel de música”.

El músico Robert Allen Zimmerman comenzó a hacerse llamar Bob Dylan debido a su temprana devoción por el poeta galés Dylan Thomas y, como él mismo confesó, la poesía de Jack Kerouac lo inspiró para entrar en el mundo de la trova.

Se relacionó bastante no solo con el autor de On the road, sino también con otros grandes de la Beat Generation, como Neal Cassady, William Burroughs o Allen Ginsberg -este último llegó a acompañarlo en giras y conciertos- que terminaron viéndolo, más que como discípulo, como portavoz generacional en el turbión de los años sesenta.

No solo muchos eminentes poetas se impresionaron con el profundo aliento épico o lírico de temas como Like a rolling stone, All along the watchtower o Knockin’ on Heaven’s door. Para generaciones sucesivas de cantautores e interminables audiencias multitudinarias, Dylan ha sido el revelador de imágenes inauditas, el mago de las palabras de oro.

Se le ha comparado mucho con Leonard Cohen, reconocido buen narrador y poeta, aparte de gran letrista, pero hay mucha distancia entre el alcance del artista canadiense y el del norteamericano, más allá de la mayor calidad como músico de este último. No por gusto a Dylan lo han querido hacer estandarte de tantas batallas -artísticas y no- de la segunda mitad del siglo veinte, abuso del que se libra Cohen, quien ha logrado ser un diamante menos tentador.

Los que quisieran un Nobel con más obra publicada no reconocen como tal los libros que recogen las letras de las canciones de Dylan, que, además, aparecen normalmente en las cubiertas de sus discos. Sus letras que han generado toda una literatura -aparte de los escritores a quienes han influido- sobre su significado, uso del lenguaje, probable ideología, etcétera, por no hablar de los abundantes estudios académicos de su poética.

Bob Dylan ha sido descrito como profeta de una nueva era, líder social, vocero de desposeídos, ídolo folk, superestrella del rock, ejemplo de artista comprometido, gran baladista de amor, guía contracultural y, en fin, entre otras cosas, como rey de la canción protesta.

Siempre ha sido más que músico, cineasta o pintor, más que escritor o revolucionario del arte: un poeta en el más amplio sentido de la palabra. Artista libre por excelencia que no cayó en el patetismo o el ridículo, como tantos, durante la Guerra Fría, ni aceptó la violencia bélica o el matonismo revolucionario, que no se dejó engañar por reaccionarios ni seducir por progres.

Los que veneran la Nueva Trova cubana y la nueva canción latinoamericana saben que sus principales cantores tienen una incalculable deuda con él, pero olvidan que, a diferencia de la mayoría de ellos, Dylan nunca transó con tiranos de ningún bando

Los que veneran la Nueva Trova cubana y la nueva canción latinoamericana saben que sus principales cantores tienen una incalculable deuda con él, pero olvidan que, a diferencia de la mayoría de ellos, Dylan nunca transó con tiranos de ningún bando. Para él, más importantes que izquierda o derecha son arriba o abajo.

Lo determinante es que al final no le hace ninguna falta el Nobel a Dylan. Tiene varios grandes premios ya y algunos ni siquiera fue a recogerlos. Nadie piensa mucho en ellos cuando hablan de él.

En la Edad Media europea, los trovadores llevaban el mester de juglaría, su cuerpo de obra lírica o épica, por un mundo sin fronteras, errantes. No hay mejor modo de describir la labor de este hombre que, sin necesitar el dinero de sus conciertos, continúa en la carretera.

Aunque fuera de Estados Unidos sus exhibiciones representan un gran acontecimiento cultural, dentro se le puede hallar lo mismo en una simple feria de condado, que en un recinto universitario o en una reserva india, aunque no vaya mucho público. Es como si no quisiera dejar languidecer su guitarra por ningún premio. Como si no quisiera rendirse en la ruta interminable de los juglares de raza.

“Quien no está ocupado en nacer, está ocupado en morir”, canta en ese camino sin fin que es su único premio verdadero.

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