Crónica de una operación por la izquierda en un hospital habanero

Las cirugías ilegales son un fenómeno creciente. Acompañamos a una mujer a ponerse un implante mamario por la décima parte de lo que costaría en el país en que reside

Rosa López

19 de junio 2014 - 06:05

La Habana/Natacha lleva en su bolso ropa de cama, algunas torundas de algodón y el dinero para el doctor. Esta tarde va a ser sometida a una cirugía ilegal y me permite estar junto a ella, haciéndome pasar por su acompañante. La joven llegó ayer desde Bruselas y espera que su recuperación sea rápida para regresar cuanto antes.

Esta emigrada cubana pertenece a un grupo de pacientes que aumenta cada día y que se someten a las llamadas operaciones por la izquierda, cirugías que no quedan registradas en ningún informe médico, pero que se hacen en las mismas instalaciones y con los propios galenos del sistema gratuito de Salud Pública. Estamos ante un fenómeno creciente, pero nadie sabe cuántas personas recorren este camino.

Natacha ha venido a colocarse unos implantes mamarios. Trajo con ella los nuevos senos de silicona que lucirá en breve y algunos regalitos para el anestesista y las enfermeras que la atiendan. Al cirujano principal ya le ha dado la mitad del dinero por adelantado. Cuando termine la operación pagará el resto: en total, 500 CUC. Mucho menos de lo que le costaría en el país donde reside (donde el precio oscila entre 3000 y 7000 dólares), pero que en Cuba equivale al salario de unos diez meses del galeno que la atenderá.

Pagará 500 CUC, mucho menos de lo que costaría en el país donde reside... En Cuba equivale al salario de diez meses del galeno

Entro junto a ella en un hospital habanero, después de que Natacha dijera que soy su hermana. Revelar el lugar exacto donde se practica la cirugía le costaría el puesto de trabajo a todo el equipo médico. Nos introducen por el cuerpo de guardia. Enseguida aparece una enfermera joven que da unos papeles a Natacha y le advierte: "Si te preguntan, diles que tienes un fuerte dolor abdominal". Y, además, le recomienda: "Pon cara de que te duele mucho".

Hay pacientes aguardando por un doctor. La sala es calurosa y la luz tenue. No sabemos si algún otro de los que están sentados en el salón espera por una "operación por la izquierda". Hay un hombre muy rubio que no parece cubano, las manos le tiemblan y él también tiene un papel parecido al de Natacha. Quizás sea otro cliente.

Todo pasa muy rápido. Nos viene a buscar un hombre con un silla de ruedas. Montan a Natacha mientras el hombre va gritando. "¡Este es un caso de urgencia, un caso de urgencia!" Nos saltamos toda la fila de espera y nos meten en una consulta. Allí está el anestesista que le hace algunas preguntas a la joven. "¿Enfermedades crónicas? ¿Asma? ¿Alergias?" No apunta nada. No deben quedar pruebas de que estuvimos en aquel lugar.

El contacto para llegar hasta allí ha sido una tía de Natacha que trabaja como especialista en fertilidad en un importante hospital de La Habana. Ella hizo un largo tratamiento al cirujano estético y a su mujer para que lograran tener su primer hijo, así que le debe un gran favor. De todas formas hay que pagar la operación, la gratitud no es suficiente.

Semanas antes, en Bélgica, Natacha se había hecho un chequeo médico general que incluyó análisis de sangre. Los hubiera podido realizar también aquí, pero quiso ahorrar tiempo de estancia en la Isla. "Tengo mucho trabajo y dos niños que atender, no me puedo permitir estar fuera muchos días", me explica mientras se desnuda y coloca la ropa con la que entrará al salón. Estamos en una especie de cuarto de limpieza. Hay un trapeador, una frazada y un cubo metálico sucio. Aguanto la puerta, que apenas cierra, mientras Natacha se viste con una bata que alguna vez fue azul. Debe ponerse también unas pantuflas anudadas y un gorro. Está nerviosa. "Lo malo de esto es que si me pasa algo, mi familia de allá se enterará días después". La calmo.

El hombre con la silla de ruedas llega otra vez y me despido de Natacha, que entra al salón. Mientras dura la cirugía, aguardo como un acompañante más frente a la mesa de la recepcionista. Ella también está en el juego, porque nunca me pregunta qué hago allí. Ni siquiera me dirige la palabra. Ni Natacha ni yo existimos en todas esas planillas que rellena con lentitud y desgano.

Hay unas gotas de sangre en el pasillo que conduce al salón. No me había dado cuenta cuando llegué pero ahora las veo. Me quedo contándolas eternamente hasta que me dicen que la cirugía terminó. No llego a ver al médico responsable de la intervención. Solo sale una asistente a la que apenas se le distingue la cara entre el gorro y la mascarilla. Habla en ráfagas: "Vaya al final del pasillo, allí está en una camilla". "Va a demorar en despertar, pero vaya tocándola y hablándole para ver si abre los ojos rápido. Aquí no puede estar mucho tiempo".

Dice que quiere examinarla en el baño, pero yo sé que es la contraseña para que le entregue el resto del dinero

En la penumbra, junto a un pequeño fregadero de metal está Natacha. Tiene el pecho cubierto con gasa y a través de ella se ven unas manchas que podrían ser sangre pero no logro ver el color por la oscuridad. Respira quedamente, le tomo la mano. A cada rato, alguien pasa cerca de nosotros pero hace como si no nos viera. Huele a cloro y a dolor.

Tose e intenta girarse hacia un lado. Natacha vomita un par de veces o al menos lo intenta, pero no sale mucho. Tiene los ojos a medio entornar. Aparece por el pasillo la mujer de la recepción con un vaso en la mano. "Dale esto. Es cola y la ayudará a despertarse", me dice sin mirarme. "Ahora la vamos a subir un rato a la sala, pero acuérdense que lo de ella era un dolor abdominal de urgencia". La mentira es evidente, porque se ve que Natacha ha sido intervenida en el torso.

Empujo la camilla, tomamos un destartalado ascensor y nos llevan hasta una sala donde hay otra paciente sentada sobre una cama. También lleva gasas en el pecho. La ventana está rota y el interruptor eléctrico es un hueco con cables hacia fuera. En uno de ellos han enganchado un diminuto televisor con pantalla en blanco y negro. Pasan horas. Natacha dormita, gime e intenta voltearse hacia un lado, pero le duele esa posición.

En la noche llega el doctor. Es la primera vez que lo veo. Joven, de entradas pronunciadas, muy callado. Ya Natacha puede levantarse. Él le dice que quiere examinarla en "el baño", pero yo sé que es la contraseña para que ella le entregue el resto del dinero. Entran y cierran la puerta. Un rato después salen y el hombre exclama para que la otra paciente y su acompañante lo oigan. "Todo ha salido muy bien, mañana te voy a dar el alta" y agrega "chica, tú vas a ver qué te vas a sentir como nueva", mientras le pone la mano sobre la cabeza.

Antes de retirarse, el médico se me acerca y me susurra muy cerca del oído: "Cuando se vayan, no tiene que avisarle a nadie".

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