Cajón de Sastre
Fracturas del castrismo
Alguna vez incurrí en el error de pensar que la revolución –hablo de la cubana– era imprescindible, que su advenimiento había alterado para siempre el curso de la Historia. Hoy reflexiono sobre cuáles serían los aportes fundamentales, los (llamémosle así) grundlagen de la revolución, y compruebo que solo puedo pensar en tres, precisamente aquellos que no suelen tomar en cuenta los historiadores.
El actual estado de cosas –en lo que concierne al fin de la revolución– ha provocado las más diversas opiniones, pero creo que la mayor enseñanza, la lección escandalosa que brinda la etapa terminal del castrismo, no es necesariamente su mortalidad, sino su dispensabilidad.
He aquí que la revolución castrista resultó ser prescindible. Consideremos la revolución americana, la revolución inglesa, la francesa, o aún la fascista, y veremos que la cubana no es un evento de la misma categoría. Es imposible concebir el mundo sin la revolución americana, pero la revolución cubana desaparece del mapa sin que nadie la llore. No deja tras de sí nada esencial, nada permanente. Cae, a la manera reaganesca, en el basurero de la Historia y en el almacén de curiosidades ideológicas –tal vez solo caribeñas–, quizás únicamente en el catálogo de aventuras personales.
Es imposible concebir el mundo sin la revolución americana, pero la revolución cubana desaparece del mapa sin que nadie la llore
Ha resultado tremendamente fácil deshacerse de ella. La CIA tuvo razón: la muerte de Fidel Castro era necesaria, su eliminación física mediante el balazo o el habano explosivo, porque la revolución no fue más que su capricho, un capricho español, la fantasía de la mente de un ingenioso hidalgo (ingenioso en el sentido de pérfido), o la pesadilla de un gallego con fiebres de Indias.
De manera que los planes de la CIA quedan finalmente justificados, y ahora solo resta el reconocimiento de los héroes y heroínas que entregaron sus vidas en aras de ese argumento ad hominem. La eliminación de Castro hubiese conseguido el advenimiento de un substituto, un Sancho Panza, adelantando así en varias décadas lo que hoy se conoce como "raulismo", lo que es decir, la transformación de Cuba en Barataria.
El intrascendente fin del castrismo no trae muros caídos ni estatuas decapitadas –¡lo cual sería muy siglo XX!–, por el contrario, se trata de un funeral privado al que solo está invitada la familia: los Castro, los Espín, los López-Callejas, los Soto del Valle, los Díaz Balart, y el muerto aún caliente.
Un papa argentino vinculado a la dictadura y un presidente con ancestros en Kenia, durante un mitin secreto en la trastienda de la posmodernidad, decidieron poner fin al castrismo. Raúl Castro no resistió, asintió y dio su consentimiento. Después de todo, es un gallego viejo que piensa a la manera de los gringos viejos. Sabe que el castrismo muere en un pabellón geriátrico sin dejar sucesores confiables. Recayó en Raúl, el hermano pródigo, encontrar una solución práctica al problema. Los laureles de la Historia se habían marchitado y ahora solo quedaba desempolvar helechos en un centro de rehabilitación.
Los efectos visibles del cónclave vaticano son, en orden de importancia: el "triunfo" de la oposición venezolana en las últimas elecciones parlamentarias; la demorada aunque inminente salida de Nicolás Maduro; el affaire Nisman; la defenestración de Cristina Fernández de Kirchner y el ascenso de Mauricio Macri, sucesos impensables sin la anuencia de La Habana.
Porque Castro es todos los medios, Castro es también el mensaje (en el lenguaje cifrado, encapsulado, del código retroviral). Llevamos a Castro adentro
Lo que queda es puro teatro: la retórica imperial del Siglo de Oro –que fue, después de todo, el siglo pasado–, la represión como guiñol, el desplante como tic, y las bandas de izquierdistas desempleados a las que los nuevos gobiernos democráticos deberán ofrecer lecciones gratuitas de macramé.
En cuanto a las tres creaciones permanentes del castrismo, trataré de explicarlas en otros tantos párrafos rápidos:
Por último, y como añadido, debo repetir que Reinaldo Arenas, el más grande pensador cubano del último medio siglo, proyectó en el castrismo los aspectos sintomatológicos de su enfermedad. Para Reinaldo, el castrismo fue, en sí mismo, una plaga, el mal du siècle. Es decir, un asunto intracelular, microscópico e inframundano y, al mismo tiempo, una creación ciberinmunológica: el virus Fidel Castro. Porque Castro es todos los medios, Castro es también el mensaje (en el lenguaje cifrado, encapsulado, del código retroviral). Llevamos a Castro adentro.
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