Crítica y Placer

El pasado viernes, en la fortaleza de la Cabaña fue inaugurada la Feria Internacional del Libro de La Habana. Sus propuestas expositivas se extenderán hasta el 19 de febrero. El evento se trasladará luego al resto de las provincias del país hasta concluir el 16 de abril en Santiago de Cuba.
Jóvenes cubanos en la Feria Internacional del Libro de La Habana, marcada por el sesgo ideológico de sus propuestas. (14ymedio)
José Prats Sariol

19 de febrero 2017 - 01:11

Miami/La sensación de disfrute al escribir crítica literaria no tiene por qué estar condicionada ni a exigencias académicas ni a solicitudes editoriales; mucho menos a programas políticos y catecismos ideológicos, como lamentablemente todavía ocurre –aunque minoritariamente- en Cuba, según las reseñas y artículos en Granma y otros medios oficiales, en revistas y blogs dependientes del Partido Comunista. Y lo peor: según los prontuarios universitarios impuestos al estudiantado, sobre todo en las tesis de licenciatura, maestría y doctorado.

Esas premisas matan la creatividad, aunque aún en casos extremos el crítico puede hallar un ángulo motivador, una zona que le produzca algún tipo de placer, presidida por el modo en que estructura y comunica sus ideas, es decir, por sus juegos de estilo.

Me consta haber disfrutado hasta en aquellas recensiones donde el objeto de valoración era decididamente lamentable. Casi siempre he hallado un ángulo para complacerme, alegrarme... Quizás porque por lo general me he dado cuenta, al sentir cerca una sudorosa pereza, de que lo sensato es engavetar –a veces para siempre– los apuntes y bocetos sobre el libro de poemas, ensayos o cuentos; sobre una novela, autor, grupo o movimiento literario cuyos valores vayan –si existen– en otra dirección.

La crítica literaria es una forma de creación literaria, mal que le pese a algunos bibliotecarios, a algunos lingüistas y a dos o tres psiquiatras

El lector, además, suele captar de inmediato cuando el crítico ha escrito con la amargura del deber, un haragán rondando –carente de “horas nalgas– o sencillamente –aquí no hay solución a la vista– se trata de una persona que lleva la estupidez al hombro. Por supuesto que en cualquiera de los casos hay un margen de subjetividad, de singularidad. Cada crítico --como cada lector común, según Virginia Woolf–, forma su escala; lo que no impide –se sabe– la búsqueda de consenso. Un consenso que distingue en su canon –por ejemplo– a César Vallejo entre sus coetáneos de habla hispana, mal que le pese a algunos igualitaristas, deconstructivistas, relativistas, populistas, etcétera.

Recuerdo que en un ensayo busqué aquiescencia en privilegiar a Heberto Padilla entre los poetas del coloquialismo, a la altura de los otros tres grandes de habla hispana dentro de esta sesgadura estilística: Jaime Gil de Biedma, Nicanor Parra y Juan Gelman. Tal delicioso trabajo me obligó a releer los poemas del cubano y otros que pudieran acercarse a su nivel. Esas lecturas fueron tan fructíferas –frutales– como la redacción definitiva del ensayo sobre los apuntes acumulados, porque al argumentar un punto de vista se debe experimentar un placer artístico y estético, de lo contrario sospecho que algo fallará.

En otras palabras: la crítica literaria es una forma de creación literaria, mal que le pese a algunos bibliotecarios –buscadores y acumuladores de disímiles datos– , a algunos lingüistas –pacientes analistas de sintagmas y lexemas–, a ciertos historiadores y sociólogos –hurgadores en documentos– y a dos o tres psiquiatras –identificadores de psicopatologías–.

Terreno fértil para arrogantes y pedantes, por doquier se empeñan en que se les considere únicos; sin darse cuenta de que el crítico literario integral se sirve de cada uno –de cada disciplina– en la medida en que casuísticamente ayudan a formarse una impresión, un juicio de valor completo, sistémico, sobre el texto artístico. Con independencia de cada disciplina y dependencia de la sensibilidad artística.

La palabra clave –de ahí la sensación de disfrute– es “artístico”. Ignorarla conduce muchas veces a críticas que muestran una fatigosa acumulación de informaciones y referencias, que permanecen ahí: en la más exacta enciclopedia; a críticas que bracean entre sustantivos y complementos para remitirnos a diccionarios; a las que dan el mismo valor a un acta notarial que a un poema, de servir como ilustración de una tesis; y a críticas donde nadie se salva de tener un complejo subyacente, una aberración dormida en el alter ego.

Los malabares para solo insinuar zonas defectuosas en aquellos textos escritos por amigos, son a veces extenuantes; y peor cuando se trata de “compañeros”

Y por último –lejanas de la crítica placentera que defiendo– se hallan en abundancia las que se escriben por compromiso, aunque raramente resultan de calidad. Porque me consta cuán difícil es trabajar bajo una premisa tan categórica: elogiar lo bueno, evitar lo malo. Los malabares para solo insinuar zonas defectuosas en aquellos textos escritos por amigos, son a veces extenuantes; y peor cuando se trata de “compañeros”. Aniquilan el disfrute, salvo cuando uno se ejercita en las artes alusivas, y encuentra en ese arte de la reticencia un raro placer para neutralizar potenciales objeciones a nuestros elogios. Además de rechazar –salvo alguna vez que llenan la cachimba y obligan a responder con sorna– la mediocridad y la ignorancia.

A esos autores se les suele recomendar un sueño tranquilo. Que duerman a cabeza suelta sin que esa angustia los aniquile. Porque escritores no son. Nada mejor que el silencio hacia ellos –que a veces incluye la mentira piadosa de afirmar que no se conocen o no se han leído– para sacudir dolores de cabeza. Y así volver al juego creador.

Se sabe –reitero en 2016– que la crítica impresionista debe tener la virtud de no ser aburrida, de estar rigurosamente fundamentada y lo mejor escrita posible porque es literatura, texto artístico: arte y no ciencia humanística, arte y no informe psiquiátrico, ficha histórica, diagrama lógico, análisis lingüístico. Bajo esa búsqueda aparece una grata selva, la misma que engrandeció, por ejemplo, al Roland Barthes de El placer del texto. Y resbalan soberanamente los supuestos insultos de “crítica impresionista”, porque se jerarquizan las impresiones. Resbalan las acusaciones de “crítica de autor”, porque no se renuncia ni a un grano de singularidad, de subjetividad argumentada. Sin dejarse confundir por bibliógrafos capaces de hallar la cita exacta, anodina, de profunda grisura. Mucho menos por “padrecitos” de la “patria” y del “cielo ideológico”; de lo “cubano” como demagogia conservadora, obsoleta.

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