Insaciable avidez por la reelección

El presidente boliviano Evo Morales (izq.) conversa con su homólogo ecuatoriano Rafael Correa, en Bruselas. (EFE)
El presidente boliviano Evo Morales (izq.) conversa con el ex presidente ecuatoriano Rafael Correa, en Bruselas. (Archivo EFE)
Carlos Malamud

04 de diciembre 2017 - 17:44

Madrid/En Bolivia y Honduras siguen presentes las tendencias favorables a la reelección, tan propias de América Latina. Si bien en Colombia, el presidente Santos la anuló, otros países mantienen normas favorables a la continuidad de ilustres caudillos. El principal argumento es el respeto a la voluntad popular: si el pueblo lo quiere, no podemos negarnos.

Como apunta Héctor Schamis, se comienza habilitando la reelección, luego se permite una más y finalmente se hace indefinida. Ocurrió en Venezuela y Nicaragua, se insinuó en Ecuador y se repite en Bolivia. La reelección no es patrimonio de ideología alguna, ni del populismo bolivariano ni de la derecha populista. Tampoco es buena ni mala, pero debe reflejarse en las reglas electorales. No debe cambiarse la norma a mitad del juego en beneficio del presidente en ejercicio que busca beneficiarse de sus prerrogativas para mantenerse en el cargo.

El fallo del Tribunal Constitucional Plurinacional (TCP) anteponiendo los derechos humanos de Evo Morales a la Constitución, consuma un golpe mortal a la democracia en Bolivia. No sólo por desconocer el resultado de un referéndum previo, sino también por carecer de atributos para modificar la Constitución. El TCP no anuló una ley por anticonstitucional, fue mucho más allá y anuló varios de sus artículos, permitiendo la reelección indefinida.

La reelección no es patrimonio de ideología alguna, ni del populismo bolivariano ni de la derecha populista. Tampoco es buena ni mala, pero debe reflejarse en las reglas electorales

En Honduras, el presidente Hernández para seguir en el cargo también forzó la Constitución, que prohíbe expresamente la reelección. Su ejercicio de irresponsabilidad se suma al de los implicados en el desenlace de unos comicios que han sumido al país en un escenario incierto y violento. Junto a esta conducta, ajena al trauma que supuso el empeño del ex presidente Zelaya por emular a sus colegas bolivarianos, se añade su respuesta temeraria similar a la del candidato opositor Salvador Nasralla.

A pocas horas del cierre de las urnas, ambos se atribuyeron el triunfo sin escuchar al Tribunal Supremo Electoral (TSE), cuyos magistrados no supieron manejarse en un escrutinio lento y poco transparente. Pese a que la incomparecencia de la Alianza opositora para completar el recuento de las actas impugnadas no ayudó, se habría agradecido un recuento más rápido y sin sospechas.

También está la desafiante actitud del apolítico Nasralla, cuyo mayor mérito parece ser su condición de narrador deportivo. Exhibiendo escasa capacidad de liderazgo señaló, tras estallar la violencia: “Puedo llamar hoy a la paz, pero no puedo responder sobre las manifestaciones en masa de mis simpatizantes. Eso es… imposible”. Finalmente, Zelaya impulsó a las masas a la calle al grito de fraude sin exhibir prueba alguna, a pesar de que los observadores internacionales como la OEA y la UE habían destacado la normalidad del proceso.

La ruptura del orden constitucional y la quiebra de las instituciones democráticas provocan graves daños a la ciudadanía. Detrás de tanta promesa mesiánica sólo hay ambiciones desmedidas y una gran incompetencia para potenciar nuevos liderazgos y renovar las élites gobernantes. Estas promesas de un futuro mejor suelen esconder la mezquindad y la irresponsabilidad de quienes sólo buscan un lugar en la historia.

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Nota de la Redacción: este análisis ha sido publicado previamente en El Heraldo de México. Lo reproducimos con la autorización del autor.

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