Nadando entre dos corrientes

Casi medio siglo después, los niños que comienzan estudios en las escuelas cubanas siguen obligados a repetir su anacrónica consigna
Raulito no usaba pañoleta, no cantaba el himno y mucho menos saludaba la bandera, no tenía bien claro por qué no lo hacía
Leandro Cansino

09 de enero 2017 - 11:49

Estocolmo (Suecia)/Para Raulito, la escuela primaria era su palacio de tormento. Aunque era ambicioso para aprender cosas nuevas tenía razones sobradas para odiar las clases. Raulito nació en una familia religiosa, y aunque nunca le dieron a elegir, tenía por ley de la casa que seguir la línea, sin alternativas ni opciones. No usaba pañoleta, no cantaba el himno y mucho menos saludaba la bandera, no tenía bien claro por qué no lo hacía, pero iba todas las semanas a la dirección tomado del brazo a recibir críticas y desprecios, pues a algún profesor se le olvidaba que provenía de una familia de Testigos de Jehová.

En su país, los religiosos tenían obligatoriamente que ir a clases con los revolucionarios, no había, o mejor escrito, no hay escuelas cristianas donde llevar una vida docente de acuerdo con sus tendencias religiosas. Raulito recuerda siempre antes de dormir la paliza que le proporcionó su padre cuando uno de sus amiguitos lo delató al decir que había cantado el himno nacional. Nadie se molestó en averiguar los cocotazos que le daba la maestra Daisy y la fuerte amenaza que recibió de ella, pues ese día había visita nacional en la escuela. Raulito navegaba entre dos corrientes sin diferenciar cuál era mas fascista y tirana.

Aun así, era de los mejores en el aula. Muchacho delgado y bajito en comparación de sus amiguitos, pero con una inteligencia superior. Eso sí, cuando había concursos de matemáticas o español era el elegido, todos estaban seguros de que siempre regresaba con resultados satisfactorios aunque nunca lo subieron al púlpito para felicitarlo, ya que no concordaba con los demás: no llevaba pañoleta. Siempre fue un éxito vergonzoso, una luz debajo de la mesa, un orgullo de avestruz.

Todos estaban seguros de que siempre regresaba con resultados satisfactorios, aunque nunca lo subieron al púlpito a felicitarlo ya que no concordaba con los demás, no llevaba pañoleta

Así pasó toda la primaria. Seis eternos años de agobio y cansancio emocional en los que recibió muchos nombres: gusano, huesito de pollo, vendepatria, contrarrevolucionario, lacra o malagradecido. No solo de sus compañeros, que irónicamente solo se le acercaban en fechas cercanas a las pruebas finales. También recibía las mismas burlas de sus maestros. No había abogados y fiscales, para él todos eran acusadores, todos los dedos apuntaban a él, desde el que aprendía en el pupitre hasta el dueño del borrador y las tizas.

Llegó el tiempo de comenzar estudios secundarios. Todos estaban emocionados, inclusive él, pues a pesar de saber lo que le esperaba sentía cierto alivio, ya que solo tenía que enfrentarse a tres años de estudio y humillación.

La fe religiosa le seguía acompañando a todas partes. Seguía siendo un niño y su vida dependía del sustento familiar. Tenía que seguir llevando la cruz que tanto le repetían. Cargaba más cruces de las que podía aguantar, pero a nadie le importaba. Nunca tuvo una novia porque era pecado, no sabía qué era besar porque ya le habían advertido que eran cosas del diablo, que vivía en el mundo pero no formaba parte de él.

Su peor día, los viernes, era el matutino, había que formar, cantar el himno y saludar. Esperaba a que todos hicieran fila y tomaba el último lugar, porque tenía que notarse lo menos posible, pero el director tenía una visión de águila y notó que Raulito permanecía en firme, muy respetuoso, pero no cantaba el himno ni saludaba. Un día fue hasta él, a paso apurado, y tirándole del brazo lo llevo a rastras delante de todos para que le diera vergüenza.

Raulito no pagaba la cotización mensual de las Milicias de Tropas Territoriales (MTT), pues sus padres no aprobaban que contribuyera a una causa armamentística, por eso su aula salía incumplidora y, muchas veces, entre sus compañeros pagaban la cuota de Raulito para resolverlo, acción que generaba mas odio hacia él. Tanto intelecto y profesionalismo y a nadie se le ocurrió ponerse en sus zapatos, preguntarle y ayudarlo. Todos lo medían con la misma regla castrista.

Finalizaron por fin los estudios secundarios. Se acabaron los tres años de nuevos conocimientos, desarrollo intelectual y tortura. Habían finalizado los exámenes y la estrellita escondida del grupo obtuvo notas excelentes, 99,5 puntos de 100 exigidos, pues las cinco décimas que nunca alcanzó eran obtenidas por el promedio de criterio de los profesores. Siempre sospechó que fue el profesor de preparación militar quien no le otorgó puntos, aunque fue el mas generoso de todos, pues nunca fue a esas clases por las razones ya comentadas.

Ningún "contrarrevolucionario" podía contar con el aval de una escuela políticamente doblegada. Hasta Marlon que finalizó con sesenta y cinco puntos obtuvo una carrera mejor que él

Raulito fue el último del escalafón en su secundaria, no fue avalado a pesar de que no faltó a las escuelas en el campo, su intachable disciplina y sus brillantes notas académicas. Ningún "contrarrevolucionario" podía contar con el aval de una escuela políticamente doblegada. Hasta Marlon que finalizó con 65 puntos obtuvo una carrera mejor que él. En la casa lo consolaban mucho: "No te preocupes hijo, hay trabajos donde no tendrás problemas por tu creencia religiosa, puedes hacer pan y repartirlo, o tal vez reparando bicicletas". Ese era el futuro esperado de un alumno destacado.

Al siguiente día del reparto de becas se presentó a ver qué había quedado. No se resignaba a la idea de tanto estudiar para amasar pan. Quedaban becas, sí, escuelas al campo, recoger naranjas a cambio de instrucción académica para luchar en otro escalafón por una carrera universitaria. Pues sí, mi amigo Raulito, o amasas pan o sigues la misma lucha cuatro años más, quién sabe si en ese tiempo cambia alguna ley a tu favor o alguien se apiada de ti.

Ahí va en el camión, en la parte de atrás, sentado sobre su maleta de madera y su cara de cansancio. Suerte Raulito, no sé que mas decirte o como consolarte. Suerte.

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