El día que fusilaron a Ochoa

El general Arnaldo Ochoa en el  juicio que lo condenó a muerte por fusilamiento. (CC)
El general Arnaldo Ochoa en el juicio que lo condenó a muerte por fusilamiento. (CC)
Marta Requeiro

15 de julio 2017 - 15:04

Miami/El 13 de julio de 1989, había empezado con una mañana de sol radiante, sin embargo desde ese día, el temor a lo injusto y un terrible escalofrío desterraron de mí el ápice de tranquilidad interior que hubiese podido tener y que desde hacía mucho venía quebrantándoseme.

No escuché disparos, ni gritos, mucho menos quejidos ahogados, pero en algún lugar de La Habana se escapaban por los orificios causados por las balas, o quizás por sus bocas entreabierta al caer desplomados, el alma de cuatro cubanos que habían sido ejecutados.

Una pena máxima para un delito que se pudo pagar con cárcel. Para mí una injusticia en pleno siglo XX y en un país donde se hablaba de justicia.

El barrio, y me atrevo a decir que el pueblo, iniciaba su día como otro cualquiera. Recuerdo que atendí a mis hijos como de costumbre para llevar uno a la escuela y el otro al círculo infantil.

Los que sabíamos qué pasaría nos parapetábamos en el silencio de la mañana, el que se comenzó a sentir denso y molesto cuando tomábamos conciencia de lo sucedido sin poder hablar abiertamente del conflicto al que, sentíamos, le habían dado un final exagerado.

Cuatro militares traicionaron la revolución de Fidel Castro, suficiente para tal condena. Ese era el mayor de los motivos y así quedaría todo.

Con el caso Ochoa, Fidel Castro intentó lavar su propia imagen y la de la Revolución, al mismo tiempo que reforzaba su autoridad en momentos en que la perestroika soviética había aislado a Cuba

La radio informaba un tanto pasadas las nueve de la mañana que el general Arnaldo Ochoa, el coronel Antonio de la Guardia, el mayor Amado Padrón y el capitán Jorge Martínez murieron por fusilamiento en un recinto militar, a cargo de una unidad de las Fuerzas Armadas Revolucionarias.

A partir de ese momento tuve la lucidez de comprender que realmente los cuatros rostros que nos habían tenido expectantes durante las largas sesiones del juicio televisado habían dejado de existir. Ni siquiera sirvió de atenuante que, Ochoa, el hombre que ganó la guerra de Etiopía contra Somalia y que arriesgó su vida en tantas ocasiones por Cuba ya no estaría más.Se nos dijo que todos ellos habían realizado en el último año y medio operaciones con las que consiguieron introducir en Estados Unidos toneladas de cocaína producida en Medellín, a través de su vínculo con Pablo Escobar y tenían planes de llevar a cabo nuevos y más ambiciosos envíos. Por ende lo que hubiese sido un asunto a resolver entre el círculo reducido de las fuerzas armadas pasó a ser un asunto de máxima traición a la patria.

Fidel Castro intentó con esa decisión lavar su propia imagen y la de la Revolución, al mismo tiempo que reforzaba su autoridad y la disciplina de las fuerzas armadas en momentos en que la perestroika soviética había aislado a Cuba del resto de los países socialistas.

Conociendo la personalidad rebelde del principal militar ejecutado, Ochoa y la posterior destitución de altos cargos de la administración del Gobierno, algunos llegaron a pensar que el caso Ochoa fue en realidad un golpe militar abortado.

Y yo me pregunto: ¿a cuántos traicionó la revolución después?, ¿cuántos ilícitos se cometen y de qué envergadura que, aunque sospechemos, no han visto la luz y no se sabrán hasta que el régimen caiga?

Hoy se cumplen 28 años. Los cuerpos nunca se vieron.

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