El linchamiento de Mauricio Rojas

El presidente de Chile, Sebastián Piñera, saluda a Mauricio Rojas en el Palacio de la Moneda. (La Tercera)
El presidente de Chile, Sebastián Piñera, saluda a Mauricio Rojas en el Palacio de la Moneda. (La Tercera)
Álvaro Vargas Llosa

20 de agosto 2018 - 22:05

Santiago de Chile/No es fácil asimilar que lo que acaba de sucederle a Mauricio Rojas haya ocurrido nada menos que en Chile y en pleno 2018, superada una quinta parte del siglo XXI.

Casi una centuria después de los procesos de Moscú, el intelectual chileno ha sido sometido a un intento de destrucción de la personalidad, negación de toda una trayectoria vital, deformación traumática de su pensamiento y sus actos, despojo de toda dignidad y humanidad, con el propósito de que llegara a la condena definitiva tan vaciado de contenido, tan arruinado moral y psíquicamente, que su condena al paredón (en este caso la expulsión de la ciudad, para usar la fórmula clásica) fuese algo que el propio condenado exigiera de sus jueces, convencido de que su existencia es inútil. Solo faltó, para completar el montaje estalinista, que Rojas rogara a Chile: fusílenme, soy, en efecto, una no persona, un no hombre.

La derecha y la izquierda han matado mucho a lo largo de la historia y es difícil hacer la contabilidad definitiva de quién ha matado más, pero en lo que la izquierda le lleva a la derecha una ventaja contable abrumadora es en la destrucción moral, la deshumanización por la vía del asesinato de la personalidad, del adversario real o supuesto. Cuando la derecha masacra a una persona, la prestigia moralmente, porque la derecha es la encarnación del mal; cuando la izquierda masacra a una persona, libra a la humanidad de un enemigo. Mauricio Rojas era el enemigo del que había que librar a la vida pública y el Estado chilenos.

En lo que la izquierda le lleva a la derecha una ventaja contable abrumadora es en la destrucción moral por la vía del asesinato de la personalidad, del adversario real o supuesto

Lo esencial de la campaña contra Rojas consistió en atacar su fuerte, que es su autoridad moral. Esa autoridad moral venía dada por dos cosas. Primero, su antigua militancia en la izquierda revolucionaria, el MIR violento de los años 60, y su posterior conversión al liberalismo, proceso derivado de la experiencia, la más poderosa de todas las materias de que puede disponer una persona para llegar a una convicción y luego comunicarla a sus congéneres. A eso se añadía una segunda fuente de autoridad moral: su denuncia, en nombre de la libertad, de toda forma de violencia política, abuso contra los derechos humanos y régimen autoritario o totalitario. Sus libros, artículos y conferencias son desde hace décadas, y allí están todos los textos a disposición de cualquiera que se tome la molestia de acercarse a una librería, hacer un encargo por Amazon o navegar en la red, una denuncia contra los dogmatismos de izquierda y derecha, contra las ideologías que justifican los métodos viles con el pretexto de alcanzar fines nobles.

Esta doble fuente de autoridad moral hacía de Rojas un problema. Resultaba muy difícil echar en saco roto sus reflexiones sobre la contribución de la fanatizada izquierda chilena de los años 60 y 70 al Golpe Militar de 1973 y la sangrienta dictadura, y por tanto su crítica actual a la peligrosa radicalización de la izquierda chilena en años recientes. Después de todo, esa crítica venía desde la experiencia y la confesión del converso a la democracia liberal, no desde el pinochetismo.

No es difícil entender por qué el relato de Rojas, tanto el de su peripecia vital como el de su discurso, ofendía profundamente a la nueva izquierda, que se va pareciendo mucho, mentalmente, a la de los años 60 y 70, y cada vez menos a la que contribuyó, entre finales de los 80 y finales de la década del 2000, a hacer de Chile el más exitoso de América Latina.

No es difícil entender por qué el relato de Rojas ofendía profundamente a la nueva izquierda, que se va pareciendo mucho, mentalmente, a la de los años 60 y 70

Era imprescindible, una vez nombrado ministro de las Culturas, destruir su autoridad moral, esa solvencia intelectual que provenía de su testimonio personal y su liberalismo intransigente frente a los excesos de la derecha y la izquierda. Solo había una forma de acabar con la insolencia de ese nombramiento que entronizaba en el Poder Ejecutivo y en una posición de alta visibilidad a un enemigo tan peligroso para la estrategia de la nueva izquierda chilena. Dicha forma era destruir su autoridad moral deformando su doble relato -el de su vida y el de su discurso- hasta convertirlo, literalmente, en lo contrario de lo que realmente era, en la negación de sí mismo.

Una cita sacada de contexto sobre el Museo de la Memoria se convirtió en el casus belli perfecto para esta operación. Cualquiera que se hubiera tomado el trabajo de leer Diálogo de Conversos, habría comprobado que el mismo Rojas califica allí de “terrorismo de Estado” lo que hizo Pinochet y afirma que nada justificaba lo sucedido. Cualquiera que se hubiera dignado hacer un par de “clics” en la red habría obtenido pruebas flagrantes de lo que pensaba y sigue pensando Rojas acerca de Pinochet. Entre los muchos textos que habrían aparecido en la pantalla está, por ejemplo, su artículo Los revolucionarios y el 11 de septiembre, publicado 40 años después del Golpe Militar. Allí, una vez más, habla del “horror de los crímenes de la dictadura”.

Un mínimo esfuerzo por informarse acerca de lo que el intelectual chileno piensa sobre el Museo de la Memoria habría bastado para comprobar que su crítica nada tiene que ver con el negacionismo, pues en varias ocasiones ha dejado en claro que la brutalidad y crueldad de la dictadura que allí están graficadas reflejan hechos que sucedieron de verdad y no deben repetirse nunca más. Se habría enterado, asimismo, de la verdadera naturaleza de su crítica al museo, que puede o no compartirse, pero que no nace de la negación de los crímenes que él mismo combatió desde el primer día y que sigue repudiando. A su juicio, se trata una versión incompleta de esa negra etapa de la historia de su país porque deja de lado una enseñanza fundamental que cada nueva generación debería aprender: que en la destrucción de la democracia jugó un papel decisivo la radicalización de la izquierda, su desprecio por las instituciones democráticas y el estado de derecho.

Decir y pensar semejante cosa no es justificar a Pinochet o preferir los crímenes de la derecha a los de la izquierda, sino obrar para que nunca más sea posible una experiencia tan traumática, dolorosa y cruenta como la que supuso aquella dictadura. Si los antecedentes y el contexto de lo sucedido en 1973 se dejan de lado, se está, en opinión de Rojas, mutilando peligrosamente el relato de esa etapa histórica. Sostener esto es una forma de patriotismo, además de un ejercicio de alta honradez intelectual por parte de un hombre que confiesa haber contribuido a ese estado de cosas desde su propia ideologización y aceptación de la lucha armada como instrumento de justicia. ¿Por qué patriotismo? Porque él entiende que es la mejor manera de que las futuras generaciones libren a Chile de los enconos, la polarización y el odio que condujeron al país hacia un siniestro Golpe Militar que en otro contexto seguramente no habría sido viable.

Un mínimo esfuerzo por informarse acerca de lo que el intelectual chileno piensa sobre el Museo de la Memoria habría bastado para comprobar que su crítica nada tiene que ver con el negacionismo

Ojalá quienes atacan los museos de la memoria en otro países lo hicieran de esta forma civilizada, razonada y sólida. En el Perú, por ejemplo, los que vituperan el Museo de la Memoria, todos simpatizantes y a veces sirvientes del fujimorismo, lo hacen, ellos sí, desde el negacionismo: para esos críticos no hubo una violación sistemática de los derechos humanos, las cifras de muertos son inventadas, el relato de la violencia de Estado es una mentira ideológica de la izquierda.

¿Algún libro, artículo o conferencia de Mauricio Rojas ha sostenido alguna vez la monstruosidad de que los crímenes de Pinochet no existieron, de que el Estado no violó los derechos humanos durante la etapa militar y de que la falsedad del relato de la izquierda consiste en que se inventó unos atropellos que no fueron tales? Llevo muchos años oyéndolo hablar ante auditorios diversos (solemos coincidir en eventos públicos con cierta frecuencia) y nunca ha sostenido, ni siquiera en broma, semejante imbecilidad.

¿Sabían esto sus críticos? Por supuesto que lo sabían. Quienes no lo sabían eran esos numerosos chilenos para quienes Rojas no era todavía un household name, un hombre público ampliamente reconocible, o era alguien de quien tenían noticias vagas. A ese público fácilmente manipulable, porque no tenía una idea formada acerca del personaje, los detractores de Rojas pretendían convencerlo de que se trata de un aliado de los crímenes de Estado. Y algo más: un impostor que se inventó una biografía por conveniencia.

No bastaba, para destruir su autoridad moral, fabricarle un pensamiento pinochetista. Había también que desenmascarar su impostura, convencer a propios y extraños de que su vida es una farsa de principio a fin. Por eso ha desfilado por la prensa alguno que otro personaje del MIR que asegura que Rojas nunca militó en esa organización. No importa que quienes afirman esto tuvieran responsabilidades en el MIR mucho después de que Rojas militara en él, o que muchos jóvenes marxistas de los años 60 fuesen testigos cercanos de su radicalismo ideológico y adhesión a dicha organización porque, a fin de cuentas, no se trataba de averiguar la verdad. Lo importante era adelantarse a esa verdad entronizando una falsedad que luego hiciera poco creíbles los testimonios en sentido contrario que pudieran surgir.

Sus detractores creen haberle ganado a Rojas la guerra. En realidad, solo le han ganado una batalla

Los métodos que emplearon sus detractores no se agotaron en la operación antes descrita. Era indispensable asegurarse de que, si el Presidente Piñera decidía, contra viento y marea, mantenerlo en el cargo, el ejercicio de su función fuese imposible. Para ello había que desconocer su representatividad como miembro de alto nivel en el Estado y negarlo como interlocutor. No importaba que Rojas hubiera anunciado que una de sus grandes misiones era “democratizar la cultura” para llevarla a todas partes, incluyendo los más pobres y vulnerables, algo que si la izquierda chilena hubiera tenido algo más de tolerancia habría reconocido como un objetivo en sintonía con sus propias aspiraciones (la izquierda suele hablar de democratizarlo todo: la propiedad, el crédito, los servicios y, horror de horrores, la cultura para que no sean, precisamente, privilegios de una élite).

Tampoco importaba que, en los últimos cinco meses, desde su cargo como asesor presidencial, Rojas hubiera trabajado para dotar de mayor sensibilidad social a la derecha chilena y limarle sus antipáticas asperezas. Todas esas cualidades hacían de él alguien aún más peligroso. El mundo de la cultura le negaba la posibilidad de empezar a ejercer el cargo empleando el boicot sistemático contra él y convirtiéndolo en una no persona.

No es una ironía menor que, actuando así, esa izquierda le diese la razón, minuciosamente, al mismo Rojas que desde hace algún tiempo delata en ella el espíritu redivivo de los dogmáticos años 60 y 70.

Sus detractores creen haberle ganado a Rojas la guerra. En realidad, solo le han ganado una batalla. Como tantos conversos del último siglo (Carlos Alberto Montaner ha recordado, hablando de lo mismo, a Malraux, Koestler, Semprún y Paz), está mucho más cerca de la verdad que sus enemigos. Eso debería darle, en este momento ingrato, fuerzas para ganarles las batallas del futuro.

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Nota de la Redacción: esta columna ha sido publicada previamente en La Tercera, uno de los diarios de mayor circulación en Chile. Lo reproducimos con la autorización del autor.

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