La revolución prescindible

Fidel proclamando el carácter socialista de la Revolución el 16 de abril de 1961 (Humberto Michelena)
Fidel proclamando el carácter socialista de la Revolución el 16 de abril de 1961 (Humberto Michelena)
Néstor Díaz de Villegas

19 de abril 2016 - 11:05

Alguna vez incurrí en el error de pensar que la revolución –hablo de la cubana– era imprescindible, que su advenimiento había alterado para siempre el curso de la Historia. Hoy reflexiono sobre cuáles serían los aportes fundamentales, los (llamémosle así) grundlagen de la revolución, y compruebo que solo puedo pensar en tres, precisamente aquellos que no suelen tomar en cuenta los historiadores.

El actual estado de cosas –en lo que concierne al fin de la revolución– ha provocado las más diversas opiniones, pero creo que la mayor enseñanza, la lección escandalosa que brinda la etapa terminal del castrismo, no es necesariamente su mortalidad, sino su dispensabilidad.

He aquí que la revolución castrista resultó ser prescindible. Consideremos la revolución americana, la revolución inglesa, la francesa, o aún la fascista, y veremos que la cubana no es un evento de la misma categoría. Es imposible concebir el mundo sin la revolución americana, pero la revolución cubana desaparece del mapa sin que nadie la llore. No deja tras de sí nada esencial, nada permanente. Cae, a la manera reaganesca, en el basurero de la Historia y en el almacén de curiosidades ideológicas –tal vez solo caribeñas–, quizás únicamente en el catálogo de aventuras personales.

Es imposible concebir el mundo sin la revolución americana, pero la revolución cubana desaparece del mapa sin que nadie la llore

Ha resultado tremendamente fácil deshacerse de ella. La CIA tuvo razón: la muerte de Fidel Castro era necesaria, su eliminación física mediante el balazo o el habano explosivo, porque la revolución no fue más que su capricho, un capricho español, la fantasía de la mente de un ingenioso hidalgo (ingenioso en el sentido de pérfido), o la pesadilla de un gallego con fiebres de Indias.

De manera que los planes de la CIA quedan finalmente justificados, y ahora solo resta el reconocimiento de los héroes y heroínas que entregaron sus vidas en aras de ese argumento ad hominem. La eliminación de Castro hubiese conseguido el advenimiento de un substituto, un Sancho Panza, adelantando así en varias décadas lo que hoy se conoce como "raulismo", lo que es decir, la transformación de Cuba en Barataria.

El intrascendente fin del castrismo no trae muros caídos ni estatuas decapitadas –¡lo cual sería muy siglo XX!–, por el contrario, se trata de un funeral privado al que solo está invitada la familia: los Castro, los Espín, los López-Callejas, los Soto del Valle, los Díaz Balart, y el muerto aún caliente.

Un papa argentino vinculado a la dictadura y un presidente con ancestros en Kenia, durante un mitin secreto en la trastienda de la posmodernidad, decidieron poner fin al castrismo. Raúl Castro no resistió, asintió y dio su consentimiento. Después de todo, es un gallego viejo que piensa a la manera de los gringos viejos. Sabe que el castrismo muere en un pabellón geriátrico sin dejar sucesores confiables. Recayó en Raúl, el hermano pródigo, encontrar una solución práctica al problema. Los laureles de la Historia se habían marchitado y ahora solo quedaba desempolvar helechos en un centro de rehabilitación.

Los efectos visibles del cónclave vaticano son, en orden de importancia: el "triunfo" de la oposición venezolana en las últimas elecciones parlamentarias; la demorada aunque inminente salida de Nicolás Maduro; el affaire Nisman; la defenestración de Cristina Fernández de Kirchner y el ascenso de Mauricio Macri, sucesos impensables sin la anuencia de La Habana.

Porque Castro es todos los medios, Castro es también el mensaje (en el lenguaje cifrado, encapsulado, del código retroviral). Llevamos a Castro adentro

Lo que queda es puro teatro: la retórica imperial del Siglo de Oro –que fue, después de todo, el siglo pasado–, la represión como guiñol, el desplante como tic, y las bandas de izquierdistas desempleados a las que los nuevos gobiernos democráticos deberán ofrecer lecciones gratuitas de macramé.

En cuanto a las tres creaciones permanentes del castrismo, trataré de explicarlas en otros tantos párrafos rápidos:

  1. Si Latinoamérica buscaba un centro magnético donde implementar sus fantasías literarias, lo encontró en la Cuba castrista. El castrismo fue el Aleph, por lo que su final equivale a la demolición de la casa de Carlos Argentino Daneri (en el cuento de Jorge Luis Borges). Había que ir a La Habana en peregrinaje para ver el mundo in nuce: Ernesto Guevara (Carlos Argentino) será el primero en descubrir esa trayectoria, ese magnetismo. Porque el castrismo fue, durante un brevísimo tiempo, poesía con capacidad heideggeriana de destinar.
  2. El castrismo es, además, el desarrollo universal de la dictadura. Correspondió a Fidel Castro la reinterpretación de los contenidos (educacionales, salutíferos, represivos, socialistas, turísticos y espectaculares) del batistato. La ontogenia castrista no pasa de ser un mito: el castrismo nació completo de la cabeza de la República. La bifurcación del 59 conduce a un hiperdesarrollo –o desarrollo inflacionario– que hubiese ocurrido de cualquier manera, aunque de distinta forma, con el batistato. En vez de un desarrollo económico clásico, el castrismo fue un desarrollo antitético arcaico. Lo batistiano en expansión migra a la literatura, y se resuelve allí, encuentra en las letras su culminación diferida: en Tres tristes tigres, de Cabrera Infante; en Paradiso, de Lezama; en las Metamorfosis de Sarduy.
  3. El Exilio es una construcción castrista, un enclave penitenciario donde el sistema productivo clásico fue mantenido con fines de reabastecimiento. El Exilio no es más que otro elemento de la diversificación económica revolucionaria: un NEP in partibus. No hay ninguna diferencia entre exportar una revolución y exportar un exilio. De hecho, la emigración ha sido el arma secreta del castrismo. Las migraciones castristas consiguieron la latinización del Imperio, logro máximo de la política exterior cubana, así como la vandalización de la unidad nacional lo es de la política interna.

Por último, y como añadido, debo repetir que Reinaldo Arenas, el más grande pensador cubano del último medio siglo, proyectó en el castrismo los aspectos sintomatológicos de su enfermedad. Para Reinaldo, el castrismo fue, en sí mismo, una plaga, el mal du siècle. Es decir, un asunto intracelular, microscópico e inframundano y, al mismo tiempo, una creación ciberinmunológica: el virus Fidel Castro. Porque Castro es todos los medios, Castro es también el mensaje (en el lenguaje cifrado, encapsulado, del código retroviral). Llevamos a Castro adentro.

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