Crónica en la granja
Agradecidos y mansos los animales domésticos, en particular los nacidos en cautiverio, son obedientes con su amo. No importa que el hombre que los domina sea precisamente quien les impida vivir en su medio natural, el que los ponga a trabajar o a engordar para luego devorarlos, el que decida si puede o no tener vida sexual, cuando y con cuál miembro de la especie; el que les pone riendas, yugos, bozales, monturas, jaulas, herraduras y cadenas; el que los castra o los viola, les corta las alas, les arranca los colmillos, les grita, les pega para domarlos; el que los marca con un hierro candente y los vende a otro; el que no permite a ninguno salir sin permiso de los linderos de la granja, del zoológico o del circo, según haya sido la suerte de la bestia. Nada de eso importa siempre y cuando el amo traiga a tiempo su alimento al corral, si los vacuna para que no mueran en un momento inoportuno.
Sin contar algunas extravagantes excepciones, los animales carecen de derechos, no tienen medios para protestar ni la instancia donde hacerlo. Es aceptable que un ganso pase toda la vida con un tubo en el esófago violentando su alimentación si eso favorece la existencia del paté de hígado; miles de gallinas son condenadas a tener una luz encendida para hacerles creer que la noche no existe y eso es bueno si aumenta la producción de huevos; para satisfacer la urgencia de un transporte, un asno puede ser cargado con un peso que supere el suyo dos o tres veces. Si en algo contribuye a darle esplendor al espectáculo, un caballo puede ser azotado o espoleado, un toro puede ser asesinado delante de miles de personas, un tigre puede ser humillado en público haciéndolo pasar una y otra vez por el mismo estúpido aro.
Los espectadores disfrutan mientras comen distraídos sus rositas de maíz; el que recibe la carga transportada ni siquiera mira al mulo; mientras se saborean los huevos en el desayuno ¿quién se acuerda de las gallinas torturadas?; en el menú donde se anuncia (tal vez en francés) el paté de hígado, sería de mal gusto describir el macabro proceso que lo antecede. Y es que no conforme con negarle a los animales todos los derechos, los medios para protestar y la instancia donde hacerlo, el “amosapiens” tiene la complaciente convicción de que para éstos vale más la protección que la libertad y que es sobradamente suficiente llevar el pienso a su pocilga y quitarle de vez en cuando las garrapatas.
He tenido repetidas veces la pesadilla que en un país de este planeta, digamos en una isla, las personas carecen del derecho de expresarse y no les está permitido asociarse ni traspasar las fronteras sin autorización. Tienen un rey dadivoso que proporciona diversos privilegios atendiendo a la sumisión de cada cual, pero a todos por igual provee de los alimentos elementales y les cuida la salud. La desventaja es que nadie puede protestar. El resto del mundo los envidia y admira al rey.