El otro Raúl
Yo tenía once años en un día de agosto de 1958 cuando mi vecino Ermeregildo recibió con lágrimas en los ojos a su hijo Jorgito que venía lleno de hematomas tras una sesión de tortura en una estación de policía en Camagüey. El padre de aquel joven, miembro del movimiento 26 de julio, era batistiano y no cesaba de decir entre sollozos ”El general tiene que enterarse de las barbaridades que están pasando aquí”
El general que nos gobierna hoy cuenta con muchos Ermeregildos que piensan que él tampoco está enterado de ciertas atrocidades, especialmente en relación con hechos de corrupción y con el irrespeto a los derechos humanos. Son lo que aseguran que es prágmático y le atribuyen un profundo sentimiento paternal para sus hijos y nietos; los que dicen que sus arranques de brusquedad se deben a tantos años rodeado de militares; los que aseguran que prefiere trabajar en equipo y hasta que toca muy bien el piano.
La culpa, la grandísima culpa de los problemas de Cuba, no puede ser cargada por una sola persona, ni siquiera por el reducido grupo de octogenarios que sobrevive tras los timones del poder bajo el epíteto de ”la generación histórica de la revolución” Pero una cosa es la culpa y otra la responsabilidad.
Aquellos que pretenden monopolizar la gloria de lo que se exhibe como logros, deberían asumir la responsabilidad de lo que solo merece llamarse fracasos.
Si hay otro Raúl yo no he tenido la oportunidad de conocerlo. De quien tengo noticias es de un hombre que estaba mirando a otra parte cuando su hermano cometía los errores que ahora se pretenden rectificar. Al que conozco, es a este que ordena detenciones arbitrarias y golpizas; al que se resiste obstinadamente a llevar las reformas al campo político, al que proclama una guerra sin cuartel contra el secretismo y luego emite circulares prohibiendo la publicación de tal o más cual asunto.
Ermeregildo me aclara que el general no tiene la culpa. Ahora mismo le está escribiendo una carta para enterarlo de lo que ocurre.