¿Y el socialismo?
El discurso del General de Ejército Raúl Castro, con motivo del 50 aniversario del triunfo de la revolución, fue otro jarro de agua fría para quienes todavía le atribuían un sentido pragmático y un deseo de introducir cambios en el país.
En apenas treinta minutos, hizo una docena de alusiones a su hermano Fidel, unas para citarlo y otras para elogiarlo; en once ocasiones mencionó al imperialismo norteamericano y una veintena de veces hizo referencias a hechos históricos. Del futuro, dijo que los próximos cincuenta años serán también de permanente lucha y que no podemos pensar que serán más fáciles.
Lo más llamativo, a mi juicio, fue la ausencia de sugerencias programáticas. Por ejemplo, no mencionó que en este año habrá que realizar el muchas veces postergado sexto congreso del Partido Comunista de Cuba; nada explicó de los anunciados cambios estructurales ni de la existencia de algún tipo de plan para aumentar la producción de alimentos o para mejorar la desastrosa situación de la vivienda; tampoco se refirió a seguir eliminando las absurdas prohibiciones que siguen en pie ni a la próxima ratificación de los Pactos de Derechos Humanos firmados el pasado año, pero sobre todo, el gran ausente fue el socialismo.
Cuando le escuché decir que los dirigentes del mañana no deberían olvidar nunca “que esta es la Revolución de los humildes, por los humildes y para los humildes” pensé que había oído mal, pero el diario Granma se encargaría de ratificar que no me estaba quedando sordo, pues esa fue la frase textual elegida para el titular de la primera plana. Para quienes lo hayan olvidado, esa es una frase histórica pronunciada por Fidel Castro el 16 de abril de 1961 y marca el instante de la declaración del carácter socialista de la revolución. Lo que pasa es que Raúl quitó el adjetivo “socialista” detrás del sustantivo revolución y de esa manera le quitó a la expresión justamente el vocablo que la convirtió en histórica: socialista.
Después de haber hecho ese pequeño hallazgo, volví a leer su intervención en Santiago de Cuba, y descubrí, lleno de perplejidad, que en todo el discurso faltan los elementos ideológicos del sistema. Por ejemplo, cuando se menciona a Julio Antonio Mella, fundador del primer partido comunista, se dice que fue “el puente que une el pensamiento martiano y las ideas más avanzadas” ¿por qué no se dice claramente el pensamiento martiano y el marxismo leninismo? Más adelante, se define a la revolución como “un justiciero cataclismo social”. A lo ocurrido en los primeros años, luego de la superación con creces del programa del Moncada, se le llama aquí “la lógica evolución del proceso”. Se dice casi inmediatamente que en Cuba, la historia americana “tomó rumbos diferentes”.
Todo lo demás es metáfora. Donde se debió exponer que comenzó la lucha de clases para eliminar la explotación del hombre por el hombre, se dice que se comenzó “a barrer oprobios e inequidades”; que los cubanos “nos atenemos a la máxima martiana:la libertad cuesta muy cara, y es necesario resignarse a vivir sin ella o decidirse a comprarla por su precio”; que “ha sido una resistencia firme, ajena a fanatismos, basada en sólidas convicciones” y que la revolución “jamás ha cedido un milímetro en sus principios”
¿A qué viene este escamoteo del lenguaje? ¿Por qué Raúl Castro le pide a la militancia “que impida que destruyan al Partido” y ni siquiera lo llama por su nombre completo: Partido Comunista de Cuba?
Me pregunto si las ideas marxistas leninistas, que según los estatutos del PCC rigen la política del país, habrán pasado felizmente a la clandestinidad; me pregunto si la construcción del sistema socialista ha dejado de ser finalmente el propósito más importante de la revolución que acaba de cumplir cincuenta años. Quisiera saber si estas omisiones son producto de un olvido injustificable o del deliberado propósito de irse reciclando a otras posiciones más aceptables.
No pregunto estas cosas porque me entristezca el abandono de una ideología ya caducada, sino porque creo que, después de medio siglo, estamos otra vez ante la incertidumbre de 1959, cuando el pueblo desconocía cuál era el destino a donde lo conducirían los líderes del proceso.