Las débiles bases teóricas del embargo
Santa Clara/A principios de 1946, a un año más o menos del comienzo de la Guerra Fría, el segundo jefe de misión en la embajada de Estados Unidos en Moscú, George F. Kennan, envió a Washington lo que se conoce como el Largo Telegrama. En ese desmesurado mensaje telegráfico, el diplomático hacía un análisis de la realidad soviética y llegaba a la conclusión de que, por su propia naturaleza, un sistema como el soviético no podía perdurar. Solo había que facilitar en lo posible sus naturales tendencias internas a desaparecer y no darle aliento a aquellas otras que podrían prolongar de modo artificial su existencia.
Para Kennan el modo de vida occidental resultaba tan superior al comunista que, en caso de que se lograra mantener abierto un intercambio fluido y considerable entre la URSS y el resto del mundo, más allá de sus dominios, el sistema soviético tarde o temprano implosionaría. La URSS sería quizás capaz de armar un ejército lo suficientemente fuerte para defenderla del ataque directo de Occidente, pero de ninguna manera alcanzaría a garantizar a sus ciudadanos el nivel de vida de las sociedades occidentales.
Después de haber comprobado muy bien en Polonia (1920) y Finlandia (1940) su incapacidad para imponerse al resto del mundo mediante una serie de guerras similares a las llevadas adelante por la Revolución francesa, la única forma de asegurarse la sobrevivencia para la Unión Soviética consistía en segregar absolutamente a sus ciudadanos del mundo de la posguerra. Algo que debía evitarse en la medida de lo posible, advertía Kennan en su mensaje.
El castrismo no logró desconectarnos por completo de Occidente ni aun en los tiempos en que el CAME nos aseguraba una prosperidad relativa
El diplomático sostenía más o menos lo siguiente: la complejidad y sofisticación de un sistema comunista, en específico de uno de tipo soviético, era tan baja que no podía sobrevivir mucho tiempo en un mundo en que esa complejidad y sofisticación ya eran de por sí muy altas, y que no dejaban de crecer. Se imponía o derrotar a ese mundo y rebajarle a la fuerza hasta el basto nivel comunista, o de lo contrario algo que han sabido, o al menos sospechado, los utopistas de todas las épocas desde Platón: que sus sistemas, producto de la ingeniería utópica, solo conseguirían prosperar en el más absoluto aislamiento de cualquier otra sociedad u existencia humana.
El régimen cubano actual perteneció precisamente al grupo de los que en su momento intentaron lo primero: imponer a nivel global, mediante ingeniería utópica, una versión de la convivencia humana diferente a la del mainstream mundial contemporáneo. Fracasado ese intento, tras la derrota del expansionismo castrista en los sesenta, y tras la posterior desaparición del Segundo Mundo, para mantener su existencia sin grandes o ninguna concesión de principios solo le quedaba aislarse sanitariamente. La Corea comunista, por ejemplo, fue muy efectiva enquistándose: la estabilidad de su dinastía se explica en buena medida por su probada capacidad para poner a vivir a sus súbditos en la cara oculta de la luna.
En el caso de Cuba, sin embargo, ese aislamiento hubiera resultado mucho más difícil de imponer desde dentro, por la misma naturaleza de nuestra nación. Pueblo atlántico en definitiva, el castrismo no logró desconectarnos por completo de Occidente ni aun en los tiempos en que el Consejo de Ayuda Mutua Económica (CAME) nos aseguraba una prosperidad relativa, por lo que resultaba poco previsible que consiguiera algo semejante tras la desaparición del campo socialista. Mas no hubo necesidad, y Fidel Castro no tuvo ocasión para poner en práctica sus planes de kampucheanización de Cuba. El aislamiento se lo regalaron en bandeja de plata desde el exterior. Desde EE UU, nada menos, o sea, desde la nación que por fuerza es el principal complemento de una economía como la nuestra, incapaz de funcionar autárquicamente.
Si el régimen cubano ha sobrevivido 26 años al otoño de 1989, en no poca medida se explica por el obtuso mantenimiento y hasta endurecimiento del embargo de EE UU
Si el régimen cubano ha sobrevivido 26 años al otoño de 1989, en no poca medida se explica por el obtuso mantenimiento y hasta endurecimiento del embargo de EE UU.
Es innegable que ante el levantamiento del mismo, el castrismo no habría respondido sino con más desplantes y para nada con una política respetuosa de los derechos políticos, civiles o económicos. Que el castrismo es genio y figura hasta la sepultura es algo evidente. No obstante, le habría resultado muy peligroso responder enquistándose a la manera norcoreana, por lo que habría tenido que intentar adaptarse a las nuevas condiciones y situaciones consecuentes a la desaparición del embargo. Y adaptarse es algo de lo que el sistema cubano, heredero del soviético, es absolutamente incapaz.
Cada medida en la dirección de un enquistamiento solo habría aumentado un descontento que llegó a niveles muy altos en ciertos periodos de los noventa (aflojado siempre, en lo fundamental, por las facilidades para la emigración a EE UU), y al que en la nueva situación ya no habría manera de contener con argumentos de ciudad sitiada o con diatribas numantinas. Al castrismo le habría resultado imposible ponerle barreras al enorme flujo de personas, de información, de dinero y oportunidades. Si hoy, que el sistema ha logrado ir preparándose por años para la tímida apertura, es evidente que esta se le escapa poco a poco de las manos, preguntémonos: ¿qué habría ocurrido cuando desorientado, a inicios de los años noventa, se encontrara de repente ante un mundo que se le abría seductor?
El totalitarismo habría sido lo primero arrasado por el torrente de la apertura y su lugar lo habría ocupado un autoritarismo de partido único que muy poco habría tenido para intentar permanecer, salvo el carisma de Fidel. Mas el carisma de Fidel Castro mismo no habría conseguido sobrevivir eternamente con las fronteras abiertas de par en par.
De hecho, si el embargo se hubiera levantado en 1992, es muy poco probable que el castrismo hubiese sobrevivido mucho más allá del 31 de julio de 2006, a la muerte política de Fidel.
Adaptarse es algo de lo que el sistema cubano, heredero del soviético, es absolutamente incapaz
No sucedió de esa manera por la particularidad de tres posturas, que aun sin quererlo, contribuyeron a la ilógica persistencia del castrismo: (1) la de cierto sector de la política norteamericana que vive su relación con Cuba de la misma forma que los castristas viven la suya con ellos, o sea, que ceder, transar, no es jamás una opción; (2) la de una poderosa porción de nuestros emigrados, quienes prefirieron pensar en términos de reclamación de bienes nacionalizados, y no en los de una democratización de la que no era seguro obtener todo lo que se esperaba; (3) y la de un sector considerable de la política americana que ha temido siempre, sobre todo, la desestabilización de una isla a solo 90 millas de sus costas, lo que los ha llevado siempre a preferir el statu quo, y a un Castro conocido que vaya a saber qué maravilla por conocer.
El castrismo, régimen de raíz soviética, ha organizado a la sociedad cubana de manera tal que cualquier apertura profunda hacia un mundo que en su momento pretendió superar, y del cual tanto se diferenció, implicará cambios en dicha sociedad que tarde o temprano conducirían a una gradual ampliación de la soberanía popular, y por tanto a su desaparición. Cuba no es China, un Estado de 1.400 millones de habitantes en capacidad de dictarle sus condiciones al mundo; no es tampoco como Vietnam, muchísimo menos un régimen autoritario, con economía capitalista, capaz de asimilar sin peligro los flujos de capital que correrán hacia acá con la apertura del embargo.
El régimen cubano no vive en la realidad del presente, y por tanto ha debido rodear a sus súbditos en un capullo de símbolos, en un país de fantasías de mal cartón que la primera brisa se llevará, si es que abrimos de par en par puertas y ventanas.