El ‘impeachment’ a Miguel Mariano Gómez

Miguel Mariano Gómez llegó a la presidencia de una República que vivía en el caos desde el 12 de agosto de 1933. (Wikicommons)
Miguel Mariano Gómez llegó a la presidencia de una República que vivía en el caos desde el 12 de agosto de 1933. (Wikicommons)
José Gabriel Barrenechea

06 de junio 2016 - 19:56

Santa Clara/Electo en unas elecciones sin garantías para la oposición como candidato oficial que habían congeniado el embajador estadounidense Jefferson Caffery y el Hombre Fuerte de Cuba, Fulgencio Batista, Miguel Mariano Gómez llegó a la presidencia de una República que vivía en el caos desde el 12 de agosto de 1933. No obstante el origen espurio de su investidura, el hijo del mayor general José Miguel Gómez pretendió rescatar el poder civil y poner coto a los excesos militaristas o las intromisiones del ambassador en la Cuba de entonces.

Nada más ocupar el Palacio presidencial, Gómez comenzó a chocar con Batista. Primero no permitió al sargento devenido coronel participar en la confección de su gabinete, poco después comenzó a liquidar las muchas prebendas de que gozaban los militares en la Renta de la Lotería Nacional, y, no conforme aún, dejó bien claro al jefe del Ejército que no toleraría más las ejecuciones extrajudiciales de opositores, aunque fueran violentos.

La ruptura definitiva llegó cuando el presidente comenzó a bloquear los esfuerzos de Batista por poner en marcha un sistema de gobierno corporativo, en que se daría preeminencia a los departamentos del Ejército en detrimento de la administración civil. Instituciones como el llamado Consejo de Educación, Sanidad y Beneficencia, a la manera del sacrosanto Instituto Nacional de Reforma Agraria (INRA) algunos añitos después, le robaban funciones a los ministerios legalmente capacitados para ocuparse de ellas.

La ruptura definitiva llegó cuando el presidente comenzó a bloquear los esfuerzos de Batista por poner en marcha un sistema de gobierno corporativo

La lucha se trasladó al Congreso, donde los cachanchanes de Batista comenzaron a presentar proyectos de ley tendientes a fortalecer el poder militar sobre el civil. La gota definitiva fue la propuesta de establecer un impuesto de nueve centavos a cada saco de azúcar para pagar los gastos de una de las instituciones fascistoides concebidas por Batista: los Institutos Cívicos Militares. Ese dinero, además, no sería administrado por la Secretaría de Educación, sino el Ejército, en la persona de su venal jefe.

Aprobada en el Senado, la propuesta pasó a la Cámara, donde se intentó hacerla pasar mediante un tecnicismo, dada la imposibilidad de reunir al número de representantes necesario para llegar a tener quórum. Mas allí los guatacas de siempre se encontraron con un serio obstáculo, el presidente del cuerpo por sustitución, José Raimundo Andreu, quien se negó a firmar semejante despropósito legal y no hubo amenaza o intento de soborno que lo hiciera cambiar de opinión.

Visto el caso, y dado que en la Cámara no acababa de lograrse el quórum imprescindible para al menos poner en discusión el asunto, Batista se fue a Pinar del Río y desde allí comenzó a amenazar con reeditar la Marcha a Roma de Mussolini si no le daban lo que quería. Gómez, que había nacido en medio de la manigua insurrecta y que a diferencia del mulato brujero no era guapo, gracias al apoyo de alguna institución armada, aclaró entonces que vetaría esa ley si la aprobara el Congreso de manera unánime.

Caffery corrió entonces a aclararle al Mulato Lindo que su gobierno no reconocería un golpe de Estado. Le ratificó, sin embargo, el desagrado de Washington por el actual presidente y dio luz verde para sacarlo de manera "legal", mediante un golpe parlamentario. Batista, con toda su larga corte de esos guatacas que en Cuba los tiranos parecen heredarse los unos a los otros, se puso a la obra para lo que combinó la amenaza, el palmacristi y el soborno.

Aprobada en la Cámara la ley de los nueve centavos gracias a la elocuencia con que Pedraza y Mariné consiguieron convencer a un cierto número de representantes, Gómez cumplió con su palabra y la vetó. Esta medida fue tomada de inmediato como supuesto argumento constitucional para pedirle el juicio político.

La Ley de los nueve centavos fue tomada de inmediato como supuesto argumento constitucional para pedirle el juicio político

Tras un rápido procedimiento que desde Pinar del Río Batista se ocupó de acelerar con declaraciones diarias y reuniones con los mandos militares de los distintos regimientos, en la noche del 23 de diciembre, el Senado se reunió en tribunal para juzgar al presidente de la República. Ante la falta de sustancia de la acusación el senador Manuel Capestany preguntó desafiante ante los matones batistianos que llenaban las galerías: "¿Existe sobre la mesa alguna prueba en relación con la acusación que se formula contra el presidente de la República?". El mismísimo presidente del Tribunal Supremo, Juan Federico Edelman, se vio precisado a reconocer que "no había prueba de ninguna clase".

A las 12 y media ya del día 24, los senadores sometieron a votación la moción de censura presidencial. La decisión de la mayoría de ellos estaba tomada de antemano y de nada sirvió la hábil y bien fundamentada defensa de José Manuel Gutiérrez. Como poco antes de la medianoche algunos senadores intentaron dejar la sala avergonzados ante la evidente infamia, el rector del cuerpo, Arturo Illas, ordenó a los ujieres cerrar las puertas y ni corto ni perezoso sacó su pistola, la apuntó hacia el hemiciclo y gritó: "¡De aquí no sale nadie! ¡A mí me embarcaron en esto y no tolero que se me abandone!".

Poco después, en medio de la madrugada y sin escolta, Miguel Mariano Gómez abandonó Palacio camino de su no muy lejana casa en Prado y Trocadero. Inmediatamente llegado a la residencia, preparó un manifiesto, pero ningún periódico de la época se atrevió a publicarlo. Quedaba así consumado el primer y único golpe parlamentario en nuestra historia.

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