Bibliotecas públicas convertidas en gallineros

La Biblioteca Provincial Martí de Villa Clara.
La Biblioteca Provincial Martí de Villa Clara.
José Gabriel Barrenechea

11 de febrero 2016 - 11:10

Santa Clara/Me inscribí en la biblioteca de mi pueblo allá por el año de 1982. Había acabado de leer Los tres mosqueteros y buscaba su continuación, Veinte años después. Me dieron ese día un bonito carné con el número 1.300 y pico que poco pude acariciar entre las manos, porque la diligente Margarita no demoró ni medio minuto en regresar de los estantes con los dos tomos del libro que desde hacía más o menos una semana buscaba de manera desesperada. 34 años y muchas muertes y emigraciones después, soy ahora nada menos que el número 5.

Alguna parte de mi infancia la pasé en mis bibliotecas escolares, o en esta, la Municipal. Por las tardes uno podía venir a sentarse en las cómodas sillas de madera, en el edificio de techo elevadísimo, como el de mi casa, que le daban a uno esa conciencia de libertad que solo los que hayan disfrutado del privilegio de vivir bajo techos a más de cinco metros sobre sus cabezas podrán entender. Leía aventuras de Emilio Salgari o Julio Verne, anticipaciones de Iván Efremov o enciclopedias a un paso de la desintegración literal. Las bibliotecarias eran pocas y por profesionales se ocupaban de mantener el silencio en una institución pueblerina que nunca tenía a más de dos o tres lectores concentrados en sus libros.

Años después, cuando a finales de los noventa regresé a la aldea, la situación había cambiado. No sé cuántos libros por empleado tendrá la Biblioteca del Congreso, pero sí les puedo asegurar que desde más o menos los comienzos de los noventa la biblioteca de Encrucijada tiene una relación cientos de veces superior. En parte por el robo masivo de ejemplares que el ejército de bibliotecarias no se ha preocupado nunca por detener y que debe de haber reducido la cantidad de volúmenes almacenados en la institución a mucho menos de la mitad. Pero sobre todo porque al parecer en un determinado momento a alguien le dio por pensar en este país que las bibliotecas solo servían para contribuir a mantener las políticas de pleno empleo.

Al parecer en un determinado momento a alguien le dio por pensar en este país que las bibliotecas solo servían para contribuir a mantener las políticas de pleno empleo

El aumento inmoderado del personal, junto a ese relajamiento generalizado de las normas de convivencia que experimentó la sociedad cubana a partir de 1989, convirtieron la antes apacible sala de lectura en un gallinero al que no solo aportan las bibliotecarias (y los bibliotecarios, que son los peores), sino cuanta amiga, parienta o conocida tenga a bien pasar por allí y sumarse.

El relajo pareció alcanzar el colmo cuando funcionarios del Poder Popular o de Educación tomaron por costumbre venir a armar sus reuniones "informales" a la biblioteca. Hoy, no obstante, puede usted encontrarse desde una reunión de limitados físico-motores hasta un par de bafles atronando con un reguetón en que la cantante declara de la peor manera que ella no tiene ni perros ni gatos, y por eso hace lo que le venga en ganas.

Es necesario comprender que debido a las condiciones de hacinamiento en que viven gran parte de los cubanos, a los pobres estilos de vida que llevan a muchos a creer que el criterio de existencia es hacer bulla (hago bulla, luego existo), en Cuba muchos no tienen la posibilidad de dedicarse a la lectura en sus hogares. Las bibliotecas podrían ser en consecuencia el único remanso de paz en que darse a un placer que requiere de ciertas condiciones de poca "cordialidad". Sin embargo, el desproporcionado personal que al tener poco o nada que hacer termina por convertir a las bibliotecas en gallineros, y la tendencia a trasladar actividades culturales a un espacio que tiene otras funciones la han privado de poder prestar ese vital servicio.

En la Cuba de hoy se da una tendencia a la irreflexión, al horror ante cualquier actividad intelectual compleja

Es innegable que en la Cuba de hoy se da una tendencia a la irreflexión, al horror ante cualquier actividad intelectual compleja, y que esto es más evidente en los significativos sectores de nuestra sociedad que carecen de una vivienda digna o de una comunidad con unos mínimos estándares de urbanidad. ¿Pero ya que no existe por ahora la posibilidad de revertir esa situación, no cabría mantener las bibliotecas públicas disponibles para esos no tantos niños nuestros que desde pequeños dan muestras de poseer cualidades intelectuales especiales y que, sin embargo, se pierden cada día en la vorágine de nuestras barriadas y pueblos tugurizados?

En una biblioteca municipal, basta un par de trabajadoras profesionales, como aquellas que conocí en mi niñez y que todavía conservaban el orgullo de la profesión desde los tiempos republicanos. Las bibliotecas deberían ser templos del silencio donde los lectores pueden escapar por un rato del bullicio nacional para elevar sus espíritus. No son ni "centros culturales", ni necesitan de directores con maneras de dirigir más propias de una ópera o una pista de baile y que, desgraciadamente, son los primeros en traer el desorden a estas instituciones que deberíamos tener por sagradas.

No debemos olvidar que en una biblioteca, la de su maestro Mendive, el niño Pepito, habitante de barrios y casas hacinados, se transformó definitivamente en José Martí. Mucho depende el futuro de Cuba del silencio y tranquilidad de sus bibliotecas.

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