El audiovisual histórico cubano en la era global

El cartel de la película 'Martí, el ojo del canario' de Fernando Pérez.
El cartel de la película 'Martí, el ojo del canario' de Fernando Pérez.
José Gabriel Barrenechea

29 de julio 2016 - 10:40

Santa Clara/Mi sobrina conoce más detalles de la Guerra de Independencia de Estados Unidos que de las cubanas. La culpa en alguna medida reconozco que es mía: fui yo quien la puso en contacto con muchas de esas excelentes series que sobre aquella gesta ha producido nuestro vecino norteño en los últimos años.

Gracias a John Adams, Hamilton, Sons of Liberty o Turn, Ariadna Barrenechea y no pocos de sus contemporáneos más ilustrados conocen la Cabalgata de Medianoche de Paul Revere, la fundamental labor de Samuel Adams en el arranque de las luchas independentistas en Norteamérica o los detalles del juego de inteligencia que condujeron a la traición del general continental Benedict Arnold.

Ahora, en última instancia, mi única culpa es haber puesto en contacto a Ariadna con un tipo de audiovisual que no existe en su país de origen, sobre su propia historia, o que, si lo hay, es de una calidad pésima e imbuido de una estética o de un discurso quizás muy eficientes en ganar audiencias en 1964, pero que nada tienen que ver con esta nueva generación de cubanitos nacidos después de 1989.

Podría argüirse que el problema es de recursos. Indudablemente, en Cuba, la televisión, el cine cautivo estatal o los realizadores independientes carecen de lo más elemental para realizar producciones semejantes. No obstante, Martí, el ojo del canario de Fernando Pérez, o, en menor medida, La Epopeya del Honor, de Roly Peña, realizados con recursos mínimos, demuestran que no es tan así.

El problema más esencial tiene que ver con la falta de guiones y de novelas actuales sobre el periodo de nuestras guerras independentistas. La mayoría de las series americanas referidas no son otra cosa que adaptaciones de exitosas novelas (John Adams, por ejemplo, lo es de una de David McCullough), ya que en aquel país la historia ha sido siempre un asunto preferido de sus letras. Mas, si de algo se alimenta cualquier literatura histórica es de la reinterpretación del pasado, lo que no se ha podido hacer en la Cuba de Fidel Castro, ya que si de algo se preocupó este desde un principio fue de trazar las directrices básicas sobre las que sus amanuenses históricos le han puesto los detalles a la "única e incuestionable interpretación de la historia de Cuba".

En Cuba sería imposible reinterpretar la historia en un audiovisual, puesto que incluso hacer vivir a los personajes históricos resulta un desafío enorme

En Cuba sería imposible reinterpretar la historia en un audiovisual, puesto que incluso hacer vivir a los personajes históricos resulta un desafío enorme. Solo a un Fernando Pérez, con todo su enorme reconocimiento internacional e innegable maestría creativa, le hemos permitido los cubanos poner a Martí y a Fermín Valdés Domínguez a masturbarse en una escena. Este fenómeno, para ser justos, es un problema que tiene una raíz muy anterior a la llegada de Fidel Castro y su discurso historiográfico al poder. Originado en aquel bien intencionado propósito de no pocos de nuestros caudillos independentistas, empeñados en imitar el buen éxito de la imagen estoica de la que supo armarse George Washington en vida.

Si bien es justo reconocer el peso de esta vieja rémora cultural, también lo es el comprender su escaso papel en nuestra carencia crónica de versiones literarias de los momentos cumbres de nuestra historia, que luego sirvieron para ser llevadas al audiovisual. Los americanos, por ejemplo, aun hoy tienden a mantener a Washington en el reino de la estatuaria. No obstante, la libertad de representación de los demás padres fundadores es de una amplitud impensable en un país como Cuba en que la interpretación de la historia no es más que un intocable discurso oficial teleológico.

En Cuba nadie podría representar al Agramonte que, en medio de su querella con Céspedes, en el momento más crítico de la guerra, amenaza con un algo ñoño "irse a cuidar de sus padres", o a un Maceo con demasiado evidentes tendencias y gustos por el autoritarismo, como en Hamilton se presenta con absoluta transparencia la ambición monárquica de este innegable padre fundador, o como en Sons of Liberty se nos muestran los motivos nada elevados por los que John Hancock llega a convertirse en otro. Hacerlo sería resquebrajar la "necesaria unidad monolítica de la nación ante la amenaza del imperialismo al acecho".

Esta actitud evidentemente convierte a cualquier audiovisual histórico en un bodrio en el que, más que a hombres, los espectadores solo ven desfilar unas ideas de hombres, o, más bien, rígidas estatuas de mármol y bronce. Así se pierde irremediablemente un recurso eficientísimo en la difusión de nuestra historia, y a su vez se deja contraproducentemente que otras culturas más abiertas en la representación del hombre como hombre, y en la discusión libre de sus problemas, inquietudes y aspiraciones, logren ganar las audiencias que nosotros no hemos conseguido interesar con lo propio.

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