El ancho estrecho

Yoani Sánchez

09 de agosto 2011 - 22:22

Sentí un sacudida al saber que Diana Nyad haría un intento de cruzar a nado el Estrecho de La Florida. Evoqué los días de 1994 en que mi barrio de San Leopoldo era un hervidero de gente construyendo balsas improvisadas para lanzarse al mar. Recuerdo especialmente un grupo que partió durante aquel período en que las autoridades cubanas renunciaron a impedir las salidas ilegales. Una embarcación armada con trozos de madera, tanques plásticos que hacían las veces de flotadores, la imagen de la Virgen de La Caridad y una remendada bandera que ya no se sabía a cuál nación pertenecía. Pero lo más impactante resultaba que sobre aquella endeble balsa sólo iban viejos. Había una señora muy negra con una pamela de colores, un vestido de flores y una sonrisa, que le agradeció en español y en inglés a los muchachones que los ayudaron a zarpar. Nunca supe si aquella enclenque expedición llegó a su destino, si todos aquellos ancianos dispuestos a comenzar de nuevo habían tenido esa oportunidad.

Diecisiete años después, escucho la noticia de que una norteamericana quiere intentar el mismo camino, pero esta vez protegida por buzos, un par de kayaks y hasta un equipo médico. Su loable intención era resaltar la cercanía entre esta Isla del Caribe y el vecino del Norte, ayudar a conciliar ambas orillas. Pero el estrecho de La Florida es también parte de nuestro cementerio nacional, del camposanto revuelto donde descansan miles de compatriotas. La omisión, por parte de la deportista, de tan importante característica, no me gustó nada. Tampoco el hecho de que con su hazaña náutica se resaltara el veinte aniversario de un club exclusivista como la Marina Hemingway, donde todavía hoy un cubano no puede abordar una embarcación ni entrar –con la suya propia– a tan hermoso atracadero. Hubiera preferido que en las corrientes del Golfo nadara alguien que declarara conocer el dolor albergado en esas aguas y dedicara su gesto al “balsero desconocido” que murió en boca de tantos posibles tiburones.

Cuando hoy martes supe que después de 29 horas de esfuerzo la nadadora no había podido cumplir su objetivo, sentí confirmadas mis supersticiones. Hay ciertos espacios, pensé, que necesitan más que braceadas o récords deportivos para parecer menos tristes. La televisión oficial dijo escuetamente que “habían surgido obstáculos insalvables, entre ellos vientos de más de 20 kilómetros por hora”. Puedo imaginar a Diana luchando contra las olas, el sol ganando fuerza sobre su cabeza, un mar intensamente salado metiéndosele por la boca. Voy más allá y fantaseo con el inexplicable detalle de una pamela, de un colorido sombrero de mujer que pasó cerca de ella haciéndole creer que deliraba en medio del Estrecho de La Florida.

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