Anemia de argumentos
Un molote agredió el pasado 10 de diciembre a mujeres que sólo llevaban gladiolos en sus manos. Puños levantados -instigados por policías vestidos de civil- rodearon a esas madres, esposas e hijas de los encarcelados desde la Primavera Negra de 2003. Varios de los atacantes se aprendieron el guión a la carrera y mezclaban las actuales consignas políticas con los gastados slogans de hace casi tres décadas. Era una tropa de choque con licencia para insultar y golpear, otorgada –justamente- por quienes debieran mantener el orden y proteger a todos los ciudadanos. En el noticiero del viernes, un periodista llegó a decir que quienes increpaban a las Damas de Blanco representaban al “pueblo enardecido”, pero en la pantalla no se les notaba un solo viso de espontaneidad o de real convicción. Sólo parecían fanáticos con miedo, con mucho miedo.
Me da vergüenza decirlo, pero en mi país los demonios de la intolerancia estuvieron de fiesta el día de los Derechos Humanos. Fueron incitados por quienes hace mucho perdieron la capacidad de convencernos con un argumento o de atraernos con una nueva y justa idea. Ya no tienen ni siquiera una ideología, de ahí que sólo les quede manejar los resortes del temor, apelar a los “ejemplarizantes” actos de repudio para detener la creciente inconformidad. Sin embargo, en los rostros de esos convocados al linchamiento social se podía percibir como la duda alternaba con la furia y la exaltación con los temblores de saberse observados y evaluados. Por doloroso que sea, es fácil prever que quizás un día una multitud igual de irreflexiva y ciega dirija su cólera hacia los que hoy azuzan a unos cubanos contra otros.
A falta de aperturas, de más comida sobre el plato, de cambios estructurales o ansiadas flexibilizaciones, el gobierno de Raúl Castro parece haber optado por el castigo como fórmula para mantenerse. No muestra resultados palpables de su gestión, pero hace sonar los oxidados instrumentos de la coacción y las viejas técnicas del castigo. En los últimos meses ya ni siquiera lanza promesas al vuelo, ni enuncia planes para fechas imprecisas. Más bien se ha llevado la mano al cinturón y no precisamente para apretárselo en un gesto de austeridad o ahorro, sino para usarlo como hacen los padres autoritarios, sobre el pellejo de sus hijos.