Basílica menor
Una amiga me cuenta que cuando se siente muy abrumada por la cotidianidad se va a la Habana Vieja. Toma su bolso y enfila el rumbo hacia algunas de esas calles restauradas que le recuerdan a Barcelona, donde tiene dos hijos que emigraron hace una década. “Me quedó mirando los campanarios y los palacetes para creer que ya no estoy aquí”, aclara un poco melancólica. Pero inmediatamente me apunta con una risa: “¿Tú no te has fijado que hasta los vendedores callejeros de la zona dicen 'pop corn' en lugar de rositas de maíz y pregonan 'news' y no periódicos?”. Muchos habaneros como ella han encontrado en esos nuevos sitios reconstruidos un espacio para pasear, llevar a sus hijos, sentarse bajo la sombra de una buganvilia. Lo que hace unas décadas era un barrio en ruinas, hoy ya tiene verdaderas islas de comodidad y belleza, aunque alrededor miles de vecinos todavía carguen el agua a cubos o vivan entre las maderas que apuntalan su techo.
Anteayer, fui a esa otra ciudad coqueta y turística de iglesias por todas partes y adoquines en el suelo. Me quedé un par de horas dentro de uno de sus sitios más distinguidos: la basílica menor del convento de San Francisco. Sala abovedada donde los instrumentos musicales suenan como si estuvieran dentro de nuestras propias cabezas. El lugar repleto y a las seis en punto empezó a sonar Bach con su concierto en Mi Mayor para violín y orquesta. Después, los hábiles músicos de la Orquesta de Cámara de La Habana interpretaron a Mozart y para terminar la Sinfonía simple de Benjamin Britten. Lo mejor de la tarde fue la presencia del violinista Evelio Tieles, quien ha llegado cargado de energía justamente desde esa Tarragona donde radica y crea.
Cuando retorné de aquel viaje a otra dimensión, mi edificio modelo yugoslavo me pareció más feo y gris. La gritería de la gente en los balcones sonaba desafinada y en lugar de torreones del siglo dieciocho saltaba a la vista el enorme tanque de agua fundido en concreto. Subí al ascensor tratando de preservar las últimas notas del contrabajo y del chelo, la batuta brillante del director de orquesta. Me acordé de mi amiga escapista nada más se abrió la puerta del piso 13 “¡Huevos, huevooooos!” gritaba una vendedora ilegal y tuve la convicción de haber regresado, de estar de vuelta a mi otra Habana, tan dura, tan real, tan sofocante.