Campesinos felices

Yoani Sánchez

20 de mayo 2008 - 07:15

Pusieron en las mochilas unas latas de carne, algunas velas y una vieja cámara Zenit. Se fueron hasta Santiago de Cuba en tren y entraron en las montañas un sábado muy temprano. Querían ir caminando hasta Baracoa, acampar por las noches en pleno monte y amarse en la casa de campaña con ese desparpajo que da tener diecisiete años. El cálculo era de cuatro días en camino y el martes un espectacular chapuzón en la villa primada de Cuba.

Después de la primera noche vieron un guajiro que llevaba una hilera de mulas. La duda de si acercársele o no fue vencida por el argumento de él: "Vamos a preguntarle dónde está el caserío más cercano". Ella, más prudente, quiso advertirle que ya las montañas no eran las mismas de antes, cuando los campesinos compartían lo poco que tenían con cualquier extraño. No obstante, se le acercaron y el arriero los regañó: "¿Qué hacen ustedes por aquí? Por estas montañas no se puede ir sin permiso".

Ya era tarde para remediar la metedura de pata y tuvieron que acompañar al hombre hasta el pueblo más cercano, donde se los comieron a preguntas. El maestro de la escuelita les dijo que tenían que quedarse tranquilos hasta que llegara la policía e insistió en saber quién les había dado la idea de internarse en la Sierra Maestra. Ella le habló del Zen, la energía cósmica y unos ejercicios de Tai Chi que los conectan con la naturaleza. No les creyeron.

Por la noche llegó el Jefe de Sector de la zona y tuvieron que repetir que sólo querían pasear, acampar junto a los árboles y llegar a Baracoa por la vía más larga. Se los llevaron de regreso a Santiago para la Estación de Policía y los montaron, obligados, en un bus hacia La Habana. Durante el largo viaje no podían dejar de recordar a los pobladores de un pueblo perdido, que le decían a la policía: "Llévenselos, que en algo raro andan. ¿A quién se le va a ocurrir pasear por estas montañas".

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