Capitolio o casa de murciélagos
Logré colarme por las escaleras cuando los trabajadores iban hacia el comedor a engullir el almuerzo. Era el verano de 1992 y la tentación de subir hasta la cúpula del Capitolio fue más fuerte que la advertencia “no pase” escrita en letras rojas. Arriba, las telarañas, los apuntalamientos y el descorchado de las molduras alternaban con objetos cubiertos de polvo. Desde la altura miré hacia abajo, donde un brillante falso marca el kilómetro cero de la carretera nacional.
El Capitolio de La Habana ha sido humillado por su pasado, castigado por parecerse tanto al de Washington y avergonzado por haber abrigado –una vez– al congreso. Como símbolo de esa república satanizada por la propaganda oficial, el imponente edificio ha padecido la suerte del castigado. Se radicó en su interior la Academia de Ciencias, que llenó de tabiques los amplios espacios, y un vetusto museo con animales disecados fue ubicado justo debajo del hemiciclo. Varias bandadas de murciélagos acamparon en su interior, salpicando con heces las paredes y creando huecos en las florituras del techo. Los recovecos y esquinas de la fachada se convirtieron en el urinario más popular en varias manzanas a la redonda.
Hace unos años se corrió la voz de que un millonario italiano había donado un sistema de luces para esta joya arquitectónica. Poco a poco los bombillos se fueron fundiendo y el coloso de piedra y mármol volvió a quedar a oscuras. Para sorpresa de quienes ya lo dábamos por condenado, recién han colocado a su alrededor unas vallas anunciando la restauración del majestuoso inmueble. Ojalá las reparaciones no duren más que los breves años de su construcción y el capitolio llegue a ser –algún día– el lugar del Parlamento cubano: un soberbio edificio para albergar auténticos debates.