La casona, el país
Tiene una casona de cinco cuartos que se le está cayendo a pedazos. La obtuvo en los años sesenta cuando la familia para la que trabajaba como doméstica se exilió. Al principio, recorría cada día las habitaciones, el patio interior; acariciaba el pasamanos de mármol de la escalera que llevaba a la segunda planta; jugueteaba a llenar las tinas de los tres baños sólo para recordarse que aquella mansión neoclásica era ahora suya. La alegría duró un tiempo, hasta que los primeros bombillos se fundieron, la pintura comenzó a cuartearse y la maleza creció en el jardín. Consiguió un trabajo limpiando en una escuela, pero ni con seis salarios similares hubiera podido mantener el antiguo esplendor de aquel caserón que cada vez le parecía más grande, más inhóspito.
Miles de veces, la mujer de esta historia pensó en vender la vivienda heredada de sus antiguos empleadores, pero no quería hacer nada fuera de la ley. Durante décadas en Cuba estuvo prohibido –en la práctica– el mercado inmobiliario y sólo era posible intercambiar propiedades en un concepto que popularmente se conoció como “permuta”. Para regular y controlar también esa actividad, surgieron decenas de decretos, restricciones y limitaciones que volvían un calvario el acto de mudarse. Un todopoderoso Instituto de la Vivienda velaba porque se cumpliera un rosario de absurdas condiciones. Con tantos requisitos, los trámites se prolongaban hasta más de un año y para cuando las familias podían ir a vivir a su nuevo hogar estaban agotadas de rellenar formularios, contratar abogados y sobornar a los inspectores.
Tantas angustias alimentaron la esperanza de que el VI Congreso del Partido Comunista levantara el banderín inmobiliario. Cuando en el informe final se dijo que había sido aceptada la compra y venta de casas y sólo faltaba instrumentarla legalmente, cientos de miles de cubanos respiramos aliviados. La señora de la casona estaba, en el momento del anuncio, frente a la pantalla de su televisor evitando una gotera que cae del techo, justo en medio de la sala. Miró a su alrededor las columnas con capiteles decorados, las grandes puertas de caoba ya dañadas por la humedad y la escalera de mármol a la que le había arrancado el pasamanos para comerciarlo. Finalmente, podría colgar en la verja un cartel “Se vende casa de cinco habitaciones que necesita reparación urgente. Se compra apartamento de un cuarto en cualquier otro barrio”.