La cuenta queda en cinco
El telón rojo de fondo, la mesa presidencial apegada al estilo soviético y el líder en el centro, sin apenas dejar hablar a los que estaban sentados en las otras butacas. Así recuerdo los congresos del Partido Comunista de Cuba, que comenzaron a hacerse –justamente- aquel 1975 en que yo nací. Después del cuarto, que se celebró en 1991, el próximo se demoró debido –en parte- a las carencias materiales que impedían reunir, hospedar y alimentar a tantos delegados. Pero siempre creí que esos aplazamientos revelaban la inconsistencia de lo escrito en el artículo 5 de la Constitución cubana: “el Partido (…) es la fuerza dirigente superior de la sociedad y el Estado”. El retardo en establecer directrices y planes evidenciaba que el país se gobernaba de otra forma: más personal, más reducida a la voluntad de un hombre.
De ahí que no me sorprenda la nueva postergación del sexto congreso del PCC, que ya se aleja en doce años del último acontecido. En fin de cuentas las dinastías no necesitan de ideologías, ni del consenso de los miembros de una organización con principios y estatutos, mucho menos precisan de ajustarse al guión que les trazaría una cita partidista. Para improvisar, bajar órdenes desde arriba, llamar a la disciplina y al control, decir perogrulladas del tipo “hay que trabajar la tierra” y seguir anunciando plazos que no se cumplen, no se requiere congregarse, llegar a acuerdos, ni encontrarse para acatar las demandas populares.