Dieta blanda
Entre historias como esta vive Adolfo Fernández Saínz,que ayer cumplió 61 años, seis de ellos encerrado enla prisión de Canaleta desde la primavera negra de 2003.
Esa tarde se extraería el último canino que le quedaba. Llevaba días en eso, ayudado por otro recluso que era diestro en sacar dientes y muelas. La colección de lo arrancado la había ido poniendo debajo de la almohada y allí la dejaría hasta que en un momento le diera por lanzarla –con su amarillento esmalte– por la diminuta ventana que tenía la celda.
Si todo salía como esperaba, la próxima semana estaría mostrándole su boca de encías lisas al doctor. Le diría que se le habían caído solos, como le había pasado al protagonista del filme Papillon, que vio cuando era niño. En aquella historia el prisionero había sido víctima del escorbuto, pero él no, él había renunciado a su dentadura para acceder a la dieta blanda que le daban a los reclusos que no podían masticar. El preparado de plátano y boniato superaba en sabor a la rancia comida que les servían a los otros, de manera que era una cuestión de sobrevivencia prescindir de esas inutilidades que llevaba alrededor de la lengua.
Antes de irse hacia la litera del Cojo, que ya había preparado el “instrumental” como si ostentara un diploma de estomatólogo, se miro el canino por última vez en la lata pulida que le servía de espejo. No había nada que lamentar, estaba picado por las caries, torcido a la derecha y manchado de nicotina. Ese pequeño obstáculo que emergía de su boca no iba a interponerse entre las viandas y su necesitado cuerpo. Así que le dio algunos golpes para aflojarlo y caminó hacia donde varios presos aguardaban por una extracción. Sobre el colchón, un trozo de cuchara y una pequeña barra metálica harían las veces de cincel y martillo para debilitar el diente, una improvisada pinza –hecha con dos trozos de alambrón– removerían la raíz. El pago por la improvisada cirugía lo efectuaría en cigarros, cerca de unos veinte que había ahorrado en varios días sin fumar.
Después se iría a dormir con el latido alrededor del hueco que una vez cobijó su colmillo pero alegre de poder entrar a la cofradía de los desdentados, al club de los privilegiados que comían un poco mejor. Otros en sus camas también estarían controlando el dolor, mientras soñaban –durante toda la noche– con una bandeja de aluminio rebosante de suave papilla.