Un discurso bien macho
Todavía conservo el olor de la máscara antigás con la que corríamos al refugio en las prácticas militares, durante la escuela primaria. Mis colegas y yo llegamos a temer que un día nos resguardaríamos en el sótano de algún edificio, mientras afuera caían las bombas. La ciudad muestra hoy las huellas de un constante ataque, pero sólo han sido los proyectiles de la mala administración y las balas del centralismo económico las que han moldeado este paisaje. De tanto prepararnos para una batalla que nunca llegó, pasamos por alto que el principal enfrentamiento ocurría entre nosotros mismos. Un combate prolongado entre los que estamos hartos del lenguaje belicista y, al otro lado, los que necesitan de “una plaza sitiada, donde disentir es traicionar”.
Rodeados de vallas que nos advierten de una posible invasión del norte, hemos crecido varias generaciones de cubanos. Enérgicos llamados a resistir, ya nadie sabe muy bien a quién o a qué, conforman la cantaleta de fondo. Como un soldado que duerme con un ojo abierto para levantarse de un salto cuando suene la diana, así de expectantes deberíamos de ser. En cambio, la indiferencia ganó la batalla principal y la mayoría de mis amiguitos de la infancia terminaron por ir al exilio, en lugar de a la trinchera.
Después de varias décadas de escuchar lo mismo, estoy cansada del macho enfundado en su uniforme verde olivo; del adjetivo “viril” asociado al valor; de los pelos en el pecho determinando más que las manos en la espumadera. Todas mis progesteronas aguardan porque esa parafernalia tan robusta, se cambie a frases como “prosperidad”, “reconciliación”, “armonía” y “convivencia”.