Fiesta sin homenajeado
Hace un par de días, organizamos una pequeña celebración entre amigos, motivada por la terminación del montaje de los nuevos elevadores. La fiesta estaba muy justificada, pues desde hace más de siete meses hemos tenido que subir hasta nuestro piso catorce por las escaleras. Les informamos a todos por teléfono que habría jolgorio hasta tarde y cada uno trajo algo para cooperar con la diversión. Fue una lástima que llegaran tan cansados y con cierta expresión en el rostro de haber sido timados, porque los flamantes ascensores rusos –recién montados– anunciaban con el parpadear de sus lucecitas rojas que estaban rotos.
Los funcionarios que viajaron hasta Rusia para comprar los nuevos aparatos decidieron que no era necesario gastar dinero en adquirir las guías laterales de los elevadores, una especie de raíles por donde se desliza la cabina. Diagnosticaron que las viejas estructuras –instaladas hace más de veinticinco años– eran compatibles con los nuevos equipos y sobre ellas comenzaron a montarlos. No voy a ponerme metafórica y a establecer paralelismos entre la electromecánica y la política, pero eso de aplicar novedosas transformaciones sobre caminos probadamente gastados me suena conocido.
El resultado final ha sido que la poca compatibilidad entre las viejas piezas soviéticas y los nuevos aparatos rusos ha traído espeluznantes ruidos al subir y bajar, además de constantes roturas. Se supone que ya el montaje terminó; en el plan de la empresa que los colocó debe estar escrita la palabra “cumplido” y pronto los mecánicos se irán a otro edificio. Sin embargo, nosotros seguimos subiendo la mayoría de las veces por las escaleras y quedamos como bromistas antes los amigos, que piensan que nuestra fiesta ha sido un chiste de mal gusto, para inaugurar unos ascensores que no se mueven.