Innombrable
Tengo una picada enrojecida en la pierna y ayer me levanté con todo el cuerpo adolorido. Lo primero que pensé es que me había contagiado con el dengue, que ha vuelto a brotar –como en todos los últimos veranos- en los barrios de mi ciudad. Por suerte no me ha llegado la fiebre, así que a media mañana descarté que estuviera enferma de ese virus, también conocido como “rompehuesos”. De todas formas no puedo dar por descontado que lo atrape, pues muy cerca de mi casa hay varios casos y en estos días lluviosos el número de mosquitos aumenta.
Lo más llamativo de la presencia de esta enfermedad entre nosotros es la negativa oficial a informar del número de contagiados o a mencionar la palabra “dengue” en los medios informativos. Si vas al hospital con todos sus síntomas, recibes un tratamiento en el que no se pronuncian las seis letras que conforman la maldita palabra. En la tele, pasan anuncios de cómo contrarrestar al Aedes aegypti, pero nadie aclara que todo eso se debe a la existencia del dengue entre nosotros. Sin estadísticas ni datos, los ciudadanos vamos reconstruyendo el número de infectados a partir de los rumores que nos llegan de amigos y conocidos. La alarma crece, pues siempre se puede sospechar que hay una mayor incidencia de la que ha llegado hasta nuestros oídos.
El silencio alrededor del dengue responde a la permanente intención de no confesar algo que dañe la imagen del país. Decir que en nuestro “paraíso” tropical la enfermedad ya se ha hecho endémica de tanto repetirse y que los turistas deberían ser advertidos de sus brotes, excede los arranques de honestidad que se permiten nuestras autoridades. Ahora bien, no reconocerla no disminuye la fiebre ni calma la preocupación de los enfermos y sus familiares. Todo lo contrario. Pueden ponerle nombre al dengue o esconderlo en galimatías como “fiebre, dolores en las articulaciones y erupción en la piel”, pero eso no espanta el riesgo; no nos ayuda a olvidar que al llegar julio y agosto él es una presencia inseparable en nuestras vidas.