Lo logró
El día que Juan Juan Almeida anunció el comienzo de su huelga de hambre fue como revivir la pesadilla que habíamos experimentado con el largo ayuno de Guillermo Fariñas. “Esa es la peor de las decisiones” le dijimos los amigos que lo queremos, seguros que ni él iba a aguantar los rigores de la inanición ni las autoridades iban a ceder ante su rebeldía de intestinos vacíos. Afortunadamente, nos equivocamos. Resultó que el dicharachero JJ –como le decimos los más cercanos– no sólo estaba dispuesto a echar con el gobierno un pulso de impredecibles resultados, sino que parecía dispuesto a inmolarse por todos nosotros, por aquellos a los que en repetidas ocasiones nos han negado la posibilidad de viajar fuera de este archipiélago.
El jovial cuarentón nos deja una lección dolorosa pero eficaz, pues aunque no tenemos urnas para votar directamente por quienes nos gobiernan, ni tribunales que acepten una demanda por maltrato policial, mucho menos caminos a través de los cuales un ciudadano pueda denunciar las restricciones migratorias que lo atenazan en territorio nacional, nos quedan los huesos, la piel, las paredes del estómago para reclamar sobre el terreno frágil de nuestros cuerpos los derechos que nos han quitado.