La mano que lanza los palitos
Como en uno de esos juegos de palitos chinos, donde un mazo de finas varillas de colores es lanzado desde lo alto, así hemos sido arrojados mis colegas y yo sobre el enorme tablero de este globo terráqueo. Los que estudiamos en la misma aula, intercambiarnos ideas o compartimos proyectos, ahora podríamos hacer una red de filólogos -graduados en la Universidad de La Habana- dispersos por el mundo.
Marlen, la matancera, vive en la otra orilla y hace su doctorado; mientras Nelson –quien fuera el primer expediente de su graduación- ya lleva casi seis años en Estados Unidos. Del poeta José Félix, sé que cantaba con una guitarra en los bares de España y Walfrido -avezado en la semántica- está con su novia en Madrid. Muchos de los alumnos de años anteriores al mío, como Sahily y Yamilé, llevan su vida en la Gran Manzana o en algún país de Latinoamérica. La lista de los emigrados coincide, salvo raras excepciones, con la matrícula que en mis años de estudio tenía la Facultad de Artes y Letras.
El palito chino que soy yo ha dado sus tumbos de un continente a otro, pero una alocada fuerza gravitacional terminó por regresarlo a su origen. Eso sí, sin resentimiento a los que cayeron lejos. A todos, un montón de circunstancias nos tiró de aquí para allá. “La mano que lanza los palitos” fue en el caso de algunos las necesidades económicas, la falta de expectativas o la simple imposibilidad de seguir compartiendo el mismo techo con los padres y los abuelos. A otros, nos llevó al exilio la asfixia ante la falta de libertades, las ganas de gritar en una esquina, aunque nadie nos oyera.
Haber perdido a todos esos lingüistas, críticos de arte y escritores, está en la categoría de daño irreversible para la cultura cubana. Sin embargo, no escucho en los congresos de cultura, en las reuniones de la UNEAC y mucho menos en las tribunas políticas, las necesarias frases de pesar por la escapada en masa de mis colegas. Ninguna mano parece estar dispuesta a volver a unir a todos los “palitos”, a proporcionarles a estos “filólogos en fuga” la posibilidad de tener su propio techo, de cumplir aquí sus sueños profesionales o de gritar –con libertad- en todas las esquinas.