Mariel
Hoy les traigo fotos del puerto que le dio su nombre a miles de cubanos y después cayó en un largo olvido de treinta años. De allí salieron “los marielitos” y en mi escuela primaria nos contaban que habían ido a buscar “drogas y perversiones” a la otra orilla. Así los imaginaba yo, en una eterna fiesta de alcohol y risas a noventa millas de distancia. Con mis cinco años, no pude darme cuenta que el griterío en el edificio y mi abuela prohibiéndonos jugar en el pasillo, era debido a los mítines de repudio. La “despedida” fue denigrante para quienes se marchaban de una Isla que se autoproclamaba lugar de la utopía.
Los huevos volaban de un lado a otro, unos los tiraban y otros los sentían caer sobre sus caras, sus puertas y sus ventanas. La palabra escoria, sacada del léxico de la fundición de metales, se les adjudicó a quienes no se arrojaban al crisol del proceso social. Volvimos a ser divididos, enfrentados y separados. Padres e hijos se dejaron de hablar porque uno de ellos había escogido el camino del exilio. Las cartas no eran abiertas ni las llamadas contestadas por los que se quedaron aquí, creyéndose el cuento acerca de los traidores que huían. Mi maestra preguntaba si “mamá o papá recibían regalos de la familia en el Norte”. Más de uno de mis amiguitos delató, sin saberlo, la oculta relación que su familia mantenía con el otro lado.
No creo que volvamos a tener otros hechos como los del puerto del Mariel. La emigración ocurre ahora de forma más callada en las rocosas ensenadas por donde -cada madrugada- alguien se lanza al mar y en los consulados atestados de gente en busca de una visa. Ya no se usan aquellos duros calificativos de antaño, ahora se les llama “emigrantes económicos” y se les siguen confiscando las propiedades que dejan atrás. Al oeste de La Habana nos queda, sin embargo, el triste recordatorio de cuando miles gritaron “que se vaya la escoria, que se vaya”.