Olivia
Mi amigo Miguel se fue, cansado de esperar por una operación de cambio de sexo y a sabiendas de que nunca iba a conseguir un mejor empleo. Le dejó la peluca pelirroja a un amigo que trabajaba en el mismo hospital y vendió –de manera ilegal– el cuarto que tenía en Luyanó. El día que pidió el permiso de salida se puso un traje de cuello y corbata que le arrancó una carcajada cuando se miró al espejo. En la oficina de emigración trató de mantener las manos quietas sobre un pliegue del pantalón, no fuera a ser que el último coletazo de la homofobia le fastidiara la salida.
Escapó antes de que cerraran ese río de cubanos que desembocó por breve tiempo en Ecuador. El suyo fue uno de los 700 matrimonios que se concertaron entre ciudadanos de ambos países, muchos de ellos con el único objetivo de obtener la residencia en la nación sudamericana. Miguel entregó el equivalente a 6 mil dólares y a cambio tuvo una boda en La Habana con una quiteña a la que apenas vio un par de horas. Fingió las fotos de la luna de miel, le pagó a un funcionario del ministerio de Salud Pública para que le diera la “liberación” y hasta pasó un poco de efectivo para que la tarjeta blanca no demorara tanto. Simuló ser lo que no era y le resultó fácil, pues a los que nacimos en esta Isla se nos da bien llevar una máscara.
Ahora le esperan momentos difíciles, porque la policía ecuatoriana ha comenzado a investigar a los 37 mil cubanos que ingresaron en ese país en los últimos años. Sin embargo, no parece asustado. Él es gay de los que fueron subidos a golpes en los camiones de policía y desde hace años también estaba vigilado por sus opiniones críticas. Después de experimentar ambos filos de la cuchilla de la censura, ya nada le espanta. Cuando lo llamen a declarar –si es que lo llaman– irá con el vestido rojo que siempre quiso ponerse aquí. Nadie va a impedir que gesticule mientras lo interrogan, porque ya Miguel se libró de aquel Miguel que algún día fue, para convertirse –felizmente– en Olivia.