El país de las sombras largas
Hay dos hombres en la esquina. Uno lleva un audífono, mientras el otro mira hacia la puerta del edificio. Todos los vecinos saben muy bien por qué están allí. En uno de los pisos vive un disidente y los dos miembros de la policía política observan quién entra y sale del lugar; mantienen el auto cerca para seguirlo a dondequiera que vaya. No intentan esconderse, pues quieren hacer notar que ese sujeto de opiniones críticas está fichado, de manera que los amigos se alejen para no terminar cayendo ellos también en la redes del control, en la telaraña de la vigilancia.
No es un caso aislado. Aquí cada inconforme tiene su propia sombra o grupo de ellas que lo persigue. Los llamados “segurosos” usan, además, sofisticadas técnicas de supervisión que van desde intervenir la línea telefónica, colocar micrófonos en las viviendas o rastrear la ubicación del objetivo a través de la señal de su propio teléfono celular. Son tan devastadores los efectos en la vida personal y social de quienes sufren uno de esos operativos, que hemos dado en llamar a la Seguridad del Estado con nombres terribles como “el Aparato”, “el Armagedón” o “la Trituradora”.
Pero ni siquiera estos militares vestidos de civil pueden escapar del escarnio popular. Hay varias bromas acerca de la desmesurada proporción de segurosos que rondan alrededor de cada opositor. En un tono bajo y mirando por sobre el hombro, muchos apuntan con sorna: “Con tantos brazos que hacen falta en la agricultura y mira a estos aquí, vigilando todo el día al que piensa diferente”. Pues sí, qué contraste se notaría si, en lugar de penalizar la opinión, se dedicaran a labores productivas; si en vez de proyectar su larga sombra sobre los críticos del sistema la dejaran caer sobre una plantica de lechuga o de tomate, sobre ese surco –hoy vacío– que ellos podrían ayudar a sembrar.