El paso de la oca
Mi barrio vive una pequeña sacudida, un cambio que viene en forma de asfalto nuevo, de trabajadores removiendo las calles y agregando una capa negruzca y pegajosa que en unos días se volverá consistente bajo los neumáticos. Todos estamos asombrados. La alegría sería el sentimiento más recurrente si no fuera por los motivos que han llevado a esta restauración vial, por el impulso que late detrás de estas obras. Toda la Plaza de la Revolución y la “zona congelada” donde vivo, se preparan para el gran desfile del próximo 15 de abril. Un maremágnum de poderío militar que pretende disuadir a todos aquellos que desean un cambio en Cuba.
Desde hace semanas, el parqueo del estadio Latinoamericano es sede de las prácticas para que los soldados ensayen su paso de la oca. Cuarenta y cinco grados de piernas extendidas, que recuerdan a marionetas haladas por un hilo, por una cuerda que se pierde allá arriba en la inmensidad del poder. Yo no sé qué puede tener de bello una parada militar, qué puede haber de emotivo en esos seres sincronizados y automáticos que pasan con el rostro mirando al líder en la tribuna. Pero el efecto resultante bien que lo conozco: después dirán que el gobierno está armado hasta los dientes y quienes se lancen a la calle en protesta quedarán aplastados contra el mismo pavimento que hoy están reparando. El paso de los pelotones tratará de advertirnos que el Partido no sólo tiene militantes para defenderlo, sino también tropas antimotines y cuerpos de élite.
Coreografía del autoritarismo la llamaría yo, pero otros prefieren creer que ésta será una demostración de independencia, de una autonomía nacional que en realidad se parece a la de Robinson Crusoe abandonado en su Isla. Pero más allá de mis dudas con los uniformes, de mi alergia hacia la procesión de escuadras que marchan al unísono, hoy estoy preocupada por el chapopote, por ese asfalto recién puesto, que las esteras de los tanques dañarán.