Pichón de emigrante
Cuando me pongo pesimista.
No hay forma de que mire a mi hijo y no vaticine que en algunos años estará subido a una balsa para llegar a La Florida o casado con una extranjera en plan de salir de Cuba. Sólo de verlo me doy cuenta que intentará a toda costa dejar atrás este pedazo de tierra, al que está atado por la testarudez de sus padres y por el absurdo migratorio que le impide viajar. Sin apenas saberlo, él es hoy el pichón de emigrante que algún día desplegará las alas y volará lejos de aquí. Un embrión de exiliado, al que sólo le falta conocer cuál será el destino de su peregrinaje.
Qué más quisiera yo que se quedara. Pero no tengo un solo argumento convincente para decirle que no se marche. ¿Cuál razón pudiera argumentarle? ¿Qué pronóstico optimista sería suficiente para convencerlo? ¿Habrá algún atisbo de cambio para hacerlo desistir de su idea? Si yo misma no estoy segura que deba permanecer aquí, cómo voy a tratar de que eche raíces en un país donde pocos pueden dar frutos.
Después del último discurso de Raúl Castro ante la Asamblea Nacional, con su “sombra” de continuidad, con su halo de “más de lo mismo”, con su apagada oratoria de tiempos pasados, sólo tengo el impulso de ser -para mi hijo- remo, vela, visa, ala... en el camino de su pronta escapada.