Piratas del Caribe
La tele zumba en la sala aunque nadie la mira. La dejan encendida durante horas sin hacerle caso, como si de un familiar atolondrado se tratara. En la cartelera se lee que en media hora empezará el serial de criminalística CSI, seguido un rato después por otro muy similar llamado Jordan Forense. Para relajar un poco, en el canal 21 estarán los simpáticos protagonistas de Friends y la película de la medianoche ha sido rodada en los estudios de la 20th Century Fox. La jovencita de la casa no se quiere perder el enésimo capítulo de Las chicas Gilmore pero el padre pelea por sintonizar un documental del Discovery Channel sobre los tiburones. En medio de la madrugada –cuando sólo están despiertos los custodios, los ladrones y los gatos– quizás retransmitan la última temporada del Doctor House.
Nuestra pantalla chica tiene dos sellos distintivos: la extrema ideologización de ciertos espacios y la abundancia de materiales robados a productoras extranjeras. Peculiar combinación la de un incendiario discurso antimperialista que cohabita con la difusión constante de producciones hechas en el país del Norte. Filmes que hace un par de semana se estrenaban ante el público norteamericano son difundidos hoy sin pagar un solo centavo de derechos de autor. Los espectadores nos beneficiamos –claro está– con esa premura por tomar lo ajeno que tiene el Instituto Cubano de Radio y Televisión (ICRT) pero un gusto amargo nos deja el saber que sin el contrabando no se sostendría nuestra programación televisiva.
Para paliar la depresión en que han caído las realizaciones locales, especialmente los seriados, novelas o programas de participación, se echa mano de lo foráneo sin compensar –casi nunca– a los creadores o distribuidores. Cuando el pillaje se institucionaliza pierden fuerza los llamados a la población para que no desvíe recursos estatales, pues basta con sintonizar un canal y veremos las pruebas del hurto a gran escala. Para colmo, en un gesto de esconder la falta, cubren con una banda oscura el sello de la televisora que lo trasmitió originalmente, haciendo con eso más evidente la sustracción. Con frecuencia los sábados en la noche proyectan filmaciones realizadas sobre la pantalla de un cine, donde en mitad de la trama uno ve como alguien del público se levanta para ir al baño y nos impide leer un trozo de parlamento. Los subtítulos hechos por un aficionado, plagados de faltas ortográficas –típicos de las copias bajadas de Internet– pueden verse hasta en programas bastante serios de debate cinematográfico.
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¿Qué ocurrirá si en un futuro cercano el país no puede seguir comportándose como un corsario sin ética ante la creación artística de otros? ¿Estarán los funcionarios del ICRT pensando ya en cómo van a saciar nuestros apetitos televisivos sin hacer uso de la piratería? La solución –evidentemente– es estimular la realización nacional, permitirle a la televisión generar ingresos que redunden en su mejoría y en su capacidad para adquirir derechos de difusión. Esto último podría ser incompatible con las largas horas de discurso ideológico, con las aburridas emisiones que a pocos gustan pero que nos administran como la cucharada obligatoria de adoctrinamiento. Una programación dinámica, atractiva y dentro del marco de la ley no puede hacerse desde la estatalización total de nuestros medios ¿Es que no se dan cuenta?