El problema nuestro de cada día
Salgo metida en varios pullovers y con una bufanda viejísima enrollada en el cuello. El recorrido es breve, pero con la temperatura por el suelo cada paso que doy es un gran sacrificio. La gente camina a mi lado igual de “disfrazada” y hasta logro ver a alguien que parece llevar la manta de dormir sobre los hombros. Aunque en el pequeño tramo desde mi casa a la panadería nadie muestra un buen abrigo, compruebo que la inventiva popular no se detiene ante la caída de los termómetros. Han desempolvado los antiguos impermeables de la época soviética, con sus enormes botones y los colores ya desteñidos. Otros, los que ni siquiera tienen algo así para cubrirse, simplemente se han quedado en casa.
Me acerco a un lugar donde venden panes fuera del mercado racionado y una barra cuesta el salario de toda una jornada de trabajo. Curiosamente, muchos de los que he visto en el camino, con sus peculiares e improvisadas indumentarias, se encaminan en la misma dirección que yo. A medida que nos acercamos compruebo que todos van tras el escaso alimento que nos mantiene en vilo desde hace varias semanas. A escasos metros del lugar, uno que se ha adelantado nos lanza el grito de “¡No hay!”, verdadero cubo de agua helada sobre nuestras cabezas. Viro en redondo y me voy a casa. Mañana será otro día sin desayunar.
La llegada de estos vientos del norte ha coincidido no solamente con la desaparición del pan, sino también con la escapada de la leche. Como si el invierno hubiera afectado los hornos y congelado las ubres de las vacas. Aunque en la tele anuncian un sobre cumplimiento en la producción del preciado lácteo, el solitario vaso de café o la insípida infusión lo niegan cada mañana. Son tiempos de levantarse de un tirón sin mirar a la mesa, de decirles a los niños que no pregunten y de dejar a un lado el trabajo, el blog, los amigos, la vida, para dedicarnos enteramente a perseguir un trozo de pan y un vaso de leche. Tiempo de arrastrarnos en el polvo de las carencias y de las colas, pues para salir de ese rastrero ciclo y volar se necesita –más que alas– el combustible del alimento.